MELISA.
El viento de la noche sopla fuerte, azotando mi rostro con una ráfaga helada, pero eso es solo un contraste cruel con el infierno que tengo en el pecho. Realmente no puedo entender nada de lo que sale de la boca de Costas. Las palabras son bloques de hielo, absurdas, que me golpean sin sentido. El golpe emocional me debilita las piernas, y siento que voy a caer.
—Mientes —consigo decir, mi voz es un hilo roto—. Mientes. Yo jamás jugaría con eso. ¡Eres la hija de Herodes!
—No entiendo cómo puede ser... —digo, confundida, negando con la cabeza—. Es que no existe la posibilidad de algo así. Yo no...
—Tú sabes que sí —interrumpe Costas, su mirada es seria y está llena de una dolorosa compasión—. Él te ha contado su historia. Tú eres esa hija que perdió.
Me voy de la cabeza, negando violentamente.
—¡Yo tengo mi abuela! Mis padres murieron en un incendio, mi abuela murió hace poco. ¡Tú sabes cuál es mi pasado, no me vengas con eso!
—Tu abuelo te mintió, Melisa. Y es una lástima que