MELISA.
Me quedo en silencio mientras Kostas se marcha. El eco de la nalgada en mi trasero se desvanece, reemplazado por la sensación de mi piel. Escucho la puerta del salón cerrarse; se fue a vestirse para su cita con Herodes.
Me levanto y busco la ropa que Kostas, no sé cómo, consiguió. Son unos jeans oscuros y una camisa negra de seda que se detiene justo en la cadera. Me los pongo lentamente. Cada movimiento me recuerda la noche.
Mi cadera me duele un poco, y mi parte íntima está sensible. Es un dolor sordo, la prueba física de la intensidad, la consecuencia de la noche más turbia y sexual que jamás viví. Pero, extrañamente, es un dolor agradable.
Me miro en el espejo. Mis ojos están más profundos, mis labios hinchados.
Nunca me he sentido así.
Él no solo me tomó; me hizo el amor y luego me dominó. Me hizo subir al cielo, me bajó al infierno, toqué las nubes y caí de golpe. Kostas me hace sentir realmente mujer. Amada, a su manera posesiva y brutal, pero amada. Ha cumplido su pala