MELISA
El dolor que me invade es una marea helada, tan profunda que no puedo respirar. Siento un vacío que creí inimaginable, un abismo en el centro de mi pecho donde antes latía su presencia. Jamás pensé que perder a mi abuela, la única familia que me quedaba, podría generar esta sensación de desolación absoluta. Es una herida que no tiene fin.
Miro al cielo, las nubes grises se cierran sobre mí. Y entonces, una gota de lluvia solitaria cae sobre mi mejilla, mezclándose con mis propias lágrimas. Me pregunto si el cielo también llora, si incluso él se da cuenta de la persona tan maravillosa que se acaba de ir. Porque no se fue una simple anciana. Se fue la mujer que me dio todo cuando no tenía nada.
El peor tormento de este dolor es la culpa. No pude despedirme de ella como se merecía. No pude darle un último abrazo, decirle lo mucho que la amaba y agradecerle por cada sacrificio. Ella no era mi abuela de sangre, pero se convirtió en mi madre, mi abuela, mi padre, y mi confidente. Fue