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Las paredes del Cubo estaban construidas enteramente de vidrio montado en paneles de acero, recubierto con algo que regulaba la luz natural que dejaba entrar, ensombreciéndose un poco cuando el sol le daba directamente, de tal forma que el brillo no molestara a nadie.

Cada lado del Cubo tenía al menos veinte metros de ancho, extendiéndose a conectar con los demás sin ocupar el centro, donde el pulmón del edificio albergaba un primoroso jardín con una fuente central, flores, árboles frutales y mesas y sillas para quienes quisieran tomarse sus descansos allí.

De camino a buscar un café mientras mis sistemas se cargaban, saludé a Tom, mi supervisor. Estaba en su pecera en el centro de la amplia oficina abierta. Su turno empezaba a las seis de la mañana y todavía parecía recién levantado, con ojeras y expresión fatigada. De vuelta a mi escritorio con una taza humeante, inicié sesión en el sistema de IT a las nueve en punto.

La pequeña ventana de video apareció en la esquina inferior derecha de mi pantalla mientras terminaba de configurar la nueva contraseña para un chico de Marketing del piso de arriba, que se quedaba fuera del sistema al menos una vez por semana. Tal vez fuera uno de nuestros mejores diseñadores gráficos, pero no era capaz de escribir diez caracteres en el orden correcto.

—Oye, Vera —dijo Tom desde su pecera cuando hice activé la ventana de video—. Necesito una mano.

—¿Te olvidaste la contraseña de tu email? —le respondí.

Él negó con la cabeza, riéndose. —Ya quisiera. Escucha, Steffi me acaba de llamar. No va a venir hoy.

Me resultó extraño que no me hubiera escrito para avisarme. ¿Le habría pasado algo? Ya le escribiría durante el almuerzo.

—¿Necesitas que la cubra? —me ofrecí.

La sonrisa de Tom se ensanchó. —Gracias. Solo la mitad de su turno. Estarás libre a las seis, y alguien del turno de noche se encargará de cubrir el resto.

—Genial. A mi novio no le gusta cenar tarde.

—Te debo una. Le estoy enviando tu número a los de arriba para que te procesen las horas extras.

—Qué amable de tu parte.

—Ya me conoces: soy un santo.

Desconectamos todavía riéndonos y me concentré en mi próxima misión para salvar al mundo: recuperar unos archivos de Word que una secretaria había borrado por error.

Al mediodía, mientras almorzaba, le avisé a Dylan que llegaría más tarde. Cuando regresaba, Tom ya le dejaba su puesto a Aisha, la supervisora de la tarde, una mujerona enérgica y simpática de unos cuarenta años que me caía muy bien. Hablaban junto a la pecera, y yo continué hacia mi escritorio, saludándolos con un gesto.

Por alguna razón, las tardes eran más tranquilas que las mañanas, y no me sentí cansada cuando me desconecté a las seis. Mi teléfono vibró antes de que pudiera tomar mis cosas. Sonreí al abrir el mensaje, como cada vez que Dylan me escribía.

“¿Vienes? Cena a las siete.”

“¿Cocinaste para mí?”

“¿Yo? ¿Cocinar? Por favor, comparte lo que sea que tengas. Ya pedí pasta con albóndigas.”

“Ya casi termino aquí. Te veo en un rato.”

Me dirigía hacia la salida cuando Aisha me llamó. Me volví hacia ella y la vi haciéndome señas desde su cubículo.

—Oye, Vera, tienen algún tipo de problema al procesar tus horas extra. ¿Por qué no subes y lo arreglas tú misma antes de irte?

—Claro —dije. Miré a mi alrededor. —¿Todavía no te vas? ¿Dónde está Sam?

Aisha revoleó los ojos resoplando. —Atrapado en el tráfico.

—Tarde otra vez. Deberías hacerlo cubrir todo tu turno algún día.

—Sí, debería. Gracias, Vera. Hasta mañana.

—Hasta mañana. Que te sea leve.

En lugar de dirigirme al vestíbulo, me dirigí hacia las escaleras. Me encantaba ese trabajo. No solo porque me gustaba lo que hacía, sino porque no importaba en qué piso o en qué lado de la oficina estuviera, siempre había una vista relajante de espacios verdes.

La recepcionista del segundo piso se sorprendió al verme. Parecía que nadie le había dicho que necesitaban a un IT en persona. Cuando le repetí lo que Aisha me acababa de decir, se volvió a su computadora.

—Déjame ver —murmuró.

Revisó un par de listas y tecleó algo. Su ceño fruncido me hizo fruncir el ceño a mí también, pero esperé en silencio. No sería la primera vez que se olvidaban de avisarle.

—Te están esperando arriba —dijo, y sonaba un poco desconcertada.

—¿Estás segura? —inquirí sorprendida.

Se encogió de hombros. —Eso dice mi supervisor. —Me guiñó un ojo—. Debes haber hecho algo bueno para que te manden llamar por nombre y apellido desde allá arriba.

—No digas —murmuré, sintiendo un repentino nudo en el estómago. —Gracias.

Así que seguí por el siguiente tramo de escaleras, que me llevaría al tercer piso por primera vez. Era extraño. Solo los gerentes de departamento tenían sus oficinas allí, con sus asistentes personales y un propio equipo de IT. Los simples mortales no teníamos nada que hacer en esos pisos, y mucho menos una IT junior como yo.

La recepcionista del tercer piso, una mujer tiesa de unos cincuenta años, me observaba por encima de sus lente cuando salí del hueco de la escalera. A su lado tenía un guardia de seguridad, tieso como una estatua.

—¿Vera Walsh? —preguntó antes de que yo pudiera decir algo—. Sala de reuniones tres.

Miró al guardia con un breve cabeceo y el hombre me indicó que lo siguiera.

—Gracias —alcancé a decirle antes de apurarme tras él.

Volví a fruncir el ceño cuando el guardia me precedió por el pasillo hacia la siguiente curva. Dudé. Esa segunda curva llevaba a lo que todos llamaban el Ala Oeste, como la parte de la Casa Blanca donde está la Oficina Oval. No sólo porque era el lado oeste del tercer piso, sino porque allí se hallaba la oficina de Big Sallie, el sanctasanctórum que solo unos pocos tenían permitido visitar.

No pude evitar admirar la decoración sobria y las pinturas abstractas en las paredes, de colores suaves a juego con el entorno, mientras la gruesa alfombra acallaba el sonido de mis pasos. Entre las pinturas, vi grandes macetas con plantas exóticas, e incluso un par de esculturas sobre pilares de piedra.

El horizonte de la ciudad era visible a lo lejos a través de las grandes ventanas que daban a mi derecha, una vista impresionante a esa hora, cuando el sol se ponía, arrancando destellos rutilantes de los rascacielos empequeñecidos a la distancia.

¿Qué demonios estaba pasando? ¿Algún pez gordo había perdido su contraseña?

El guardia se detuvo en la última puerta antes de la segunda curva y llamó con dos golpes discretos. Esperó la respuesta desde el interior, asomó la cabeza dentro, dijo algo y luego retrocedió, abriendo para que yo entrara. Respiré hondo y obedecí, sintiendo que el corazón latía con fuerza en mi pecho.

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