Fingir mi muerte no era, la verdad, algo fácil. Dalia salió de la cueva una mañana. Dijo que tenía cosas que hacer antes de ejecutar el plan. Yo me quedé ahí, solitaria. Me pregunté cuánto habría tenido que sufrir la mujer para tener que esconderse en esa cueva de su esposo hacía tantos años.
El lugar, pequeño y estrecho, húmedo y oscuro, estaba lleno de todo lo necesario: una pequeña estufa, un pequeño lavadero, una cocina mal armada. Esa noche, cuando Dalia llegó nuevamente, se veía un poco pálida. La herida comenzaba a sanar, por suerte no había sido nada grave, pero se veía cansada y agotada.
—¿Qué pasará con tu refugio? —le pregunté—. ¿Dónde están las demás mujeres?
—Ellas estarán bien —me dijo—. Lo importante ahora eres tú.
Traía en sus manos un libro. Me tendió el libro, yo lo tomé, pero antes de que lo abriera me dijo:
—Yo conocí a tu madre. Eramos amigas.
—¿Amigas? —pregunté, sorprendida—. ¿Crees que cuando te encontré en el hospital te ayudé solo porque sí? Claro que me encanta ayudar a las mujeres que están desprotegidas y que han sido violentadas, como yo lo fui, pero yo te reconocí de inmediato porque te pareces mucho a ella. Tu madre vivió en mi refugio. Y así como yo te pedí a ti que escribieras tu historia en esos cuadernos para desahogarte, ella escribió la suya.
Yo acaricié la portada del cuaderno con las yemas de mis dedos.
—¿Aquí está la historia de mi madre? —pregunté.
Y ella asintió.
Entonces comencé a leer.
*"Mi padre nos había abandonado cuando yo apenas era una bebé"*, decía la primera página.
Mi madre comenzó a trabajar en un casino. Largas noches mientras yo era cuidada por las monjas de un orfanato. Y ahí conoció a aquel hombre, al padre de Nicolás. Mientras más leía, más identificada me sentía con mi propia madre. Su historia y la mía eran similares. Aquel hombre le dio visibilidad y protección, y sin importar si la ayudaba o no económicamente, ella se enamoró. Lo decía en esas páginas. Había amado a aquel hombre.
Pero entonces, más temprano que tarde, descubrió que estaba embarazada. Cuando leía aquello, no pude evitar sentir que mi corazón quería salir de mi pecho.
—¿Embarazada? —me pregunté en voz alta.
Seguramente había sucedido con mi hermano lo que querían ahora con mi hijo, tal vez lo habían arrancado del vientre de mi madre. Con rabia, seguí leyendo. Todo empeoró para ella. Y entonces leí en voz alta el último fragmento que decía:
*"Él me dijo que me amaba, que conmigo podía respirar. Yo le creí. Aunque cada vez que sonaba el teléfono, yo sabía que era su esposa la que dormía a su lado. No fui la amante. Fui la que esperó, la que cayó, la que escondió a su hijo en silencio, porque llevar su apellido era peligroso. Si alguna vez me odias, Alana, que sea por haberme enamorado del hombre equivocado, no por lo que hice para sobrevivir."*
Levanté mi mirada hacia Dalia.
—¿Ella tuvo ese bebé? ¿Ella tuvo al hijo de ese hombre? —le pregunté, poniéndome de pie, la mujer no tuvo más remedio que asentir —¿Dónde está mi hermano?
—No lo sé, Alana. Lo único que sé es que la desaparición de tu hermano tiene que ver con el estado actual de ese hombre.
—¿Por qué? —pregunté, conmocionada.
Pero Dalia no tenía ni idea.
—No lo sé. La versión de los McCarthy es muy clara: tu madre declaró en contra de ese hombre. Ella testificó contra él en una investigación financiera. Su testimonio fue clave para la condena pública y la presión que llevó a ese hombre al colapso. Según su familia, la depresión en la que lo sumió aquella confesión y el escarnio público lo convirtieron en lo que ahora es.
Yo asentí. Jamás había visto a ese hombre, pero sabía que estaba en una clínica privada, con un daño neurológico irreversible. No podía hablar ni moverse por sí mismo. Llevaba años así, en un coma parcial con un deterioro grande.
—Tu madre desapareció por unos cuantos años, y cuando regresó estaba solo contigo. Jamás pude volver a hablar con ella. Luego regresó tu padre, el que te había abandonado, y ya conoces el resto de la historia.
Me puse de pie. Caminé hacia donde estaba el pequeño y roto espejo y me miré en él. Me veía delgada, sucia, con un bebé dentro. Y entonces murmuré en voz alta:
—¿Soy yo, o soy solo su castigo? — Luego apreté con fuerza los puños —No. Yo seré el castigo de ellos. Destruyeron la vida de mi madre, destruyeron la vida mía, la de mi hermano, que probablemente esté muerto. Pero no voy a permitir que destruyan la vida de mi hijo que viene en camino. Porque cuando yo me entregué a Nicolás, lo hice por amor. No voy a permitir que mi hijo sufra la misma suerte que la de su tío.
Cuando volteé a mirar a Dalia, ella asintió hacia mí.
—Sí, mi muchacha. Llegó la hora. Vamos a fingir tu accidente y tu muerte. No sé si te apoyaré en tu plan de venganza, porque mi consejo sería que huyeras, que te vayas del país y que no regreses nunca. Que trates de hacer una vida lejos de los McCarthy. Pero si es lo que harás, yo te ayudaré. Al menos, hasta la muerte… hasta la muerte de mentiras.
Yo me contemplé nuevamente en el espejo.
—¿Cómo lo haremos?
La mujer se puso de pie a mi lado y ambas nos miramos a través del espejo.
—He ayudado a muchísimas mujeres con mi refugio. Mujeres que ahora tienen dinero y poder. Me deben muchos favores. Sé cómo hacer esto. Pero ya no habrá marcha atrás. ¿Estás segura de esto?
Yo observé mis ojos a través del espejo y me acaricié el vientre. Necesitaba concentrarme. Necesitaba que los McCarthy pensaran que estaba muerta para que me dieran tiempo.
Entonces asentí hacia ella.
—Estoy lista.