Me dio una superficial mirada. No podía creer que estuviera frente a él, que me estuviera arriesgando de esa forma. Me había costado muchísimo salir de sus matones, esconderme de su búsqueda, fingir mi muerte, esconder mi embarazo… para, después de todo eso, estar en su presencia.
Había salido de sus garras y luego me había metido directamente en la boca del lobo. ¿Por qué? Por un deseo de venganza.
Pero era lo único que me mantenía cuerda, aquel deseo de venganza, porque no me había quedado nada más en la vida que mi hijo. Por él lo hacía. Que si yo quería que mi hijo tuviera una vida, tenía que destruir a los Macarros, porque no quería que le hicieran a mi hijo lo que le habían hecho a mi hermano. No quería que lo desaparecieran. No quería que el apellido que corría por sus venas fuera una pequeña, enorme maldición.
Entonces suspiré profundo. Nicolás me observó, los ojos clavados en los míos. Era evidente que me reconocía, aunque supiera que no era yo.
—¿Yo…? —comenzó a decir él, un