Se sintió como un tremendo golpe, algo en el estómago que me subió directamente a la cabeza, produciéndome un inconfundible mareo acompañado del terror.
Todos en el lugar enviaron sus manos hacia sus armas: los guardaespaldas, todas las personas que nos rodeaban, incluso el mismísimo Santiago metió su mano en el chaleco en cuanto vieron aparecer a Oliver.
Todo el cementerio guardó un profundo silencio, erguido, expectante. En otro momento se formaría una tremenda balacera; en cualquier instante las cosas podrían perder el control absoluto e irse a la mierda. Pero Oliver permaneció ahí, en silencio, de pie, observando detenidamente el ataúd donde se encontraba el cadáver de su padre.
— ¿Qué estás haciendo aquí? — preguntó Nicolás, rompiendo el silencio que se había formado en el lugar.
Oliver levantó la mirada. Pudo verse, a través de sus iris verdosos, una extraña sensación, como si en efecto aquello le afectara de verdad.
— Veo aquí a mi primo — dijo, señalando a Santiago — , a m