DAMIÁN ASHFORD
Los cuerpos fueron incinerados en los propios hornos que el auditor tenía en su enorme propiedad. Era un lugar demasiado grande, no podía calcular cuantas hectáreas había, ni cuantos secretos aguardaba.
De entre todos los cuerpos que arrastraron, el único que llamó mi atención fue el de la emisaria, quien mantuvo los ojos abiertos, sin brillo, lechosos, y aun así me vieron fijamente mientras la llevaban al incinerador, como si su cadáver me reprochara por la traición. Sabía que soñaría con esa escena por varios meses.
—Ya dejó de llorar y los cerdos están quietos —dijo Shawn acercándose a mí con cautela y algo de solemnidad. Lo seguí hasta las puertas de acero y a través de los barrotes lo vi. Los cerdos estaban tranquilos, algunos echados, otros hozando el piso, buscando algún pedacito de carne, mientras que el auditor colgaba aún.
Solo medio cuerpo.
Parecía que los cerdos lo habían ahuecado, comiéndose todas sus vísceras. La escena era digna de una película de horro