ALEXEI MAKAROV
No recordaba que la casa de mi madre fuera tan amplia y elegante. Mis primeros años de vida fueron borrosos, pero aún conservaba algo de sus sonrisas y miradas tiernas, así como esa canción de cuna que siempre me acompañaba antes de dormir.
Mientras afuera caía la nieve, dentro se sentía la calidez acompañada de elegancia. Caminé con paso firme por el gran salón donde presencié tantas fiestas, entonces escuché ese sutil taconeo que me hizo sonreír. No necesitaba verla para saber que estaba ahí. Su aroma cosquilleaba en mi nariz y su presencia iluminaba mi alma en cuanto estábamos en el mismo lugar.
Giré sobre mis talones para verla ahí, de pie, con un lindo vestido azul de gasa, como una bella reina de cabello negro y ojos de zafiro.
—¿Te agrada Rusia? —pregunté mientras extendía mi mano hacia ella. Siempre que lo hacía tenía miedo de que un día decidiera no tomarla, pero eso nunca pasaba y en ese momento no fue la excepción. Sus dedos se deslizaron entre los míos y cu