ANDY DAVIS
Los niños habían subido por sus mejores juguetes para impresionar a su abuelo. Fue la única manera de que por fin soltaron sus piernas. Una vez que nos sentamos en la sala, frente a frente, los ojos se me llenaron de lágrimas y recordé el último día que lo vi.
—Son encantadores, sacaron tus ojos —dijo con la mirada clavada en las escaleras, como si aún pudieran verlos—. Supongo que lo rubio lo obtuvieron de su padre. ¿Es el mismo hombre con el que planeas casarte?
Asentí mientras lo veía con intensidad. Aunque había pasado mucho tiempo y las canas adornaban su cabellera oscura, así como su rostro ya tenía arrugas que delataban su edad, seguía siendo el hombre fuerte e imponente que recordaba de niña, pese a esa actitud apacible con la que había entrado a mi casa. Mamá siempre dijo que mi hermana y yo éramos su versión femenina, que incluso éramos igual de feroces que él. Ahora le creía.
—¿Qué haces aquí? —pregunté de pronto y mi padre clavó sus ojos azules en los míos, esta