—Suéltame, —jadeó ella, sintiendo cómo la furia se deshacía en la boca de su estómago para ser reemplazada por esa conocida sensación de pánico y excitación.
—No, —su aliento se hizo más fuerte—. Dijiste que no volviera. Que te daba asco. ¿Y este temblor, Sabrina? ¿Este pulso acelerado? ¿También te dan asco?
No le dio tiempo a contestar. Su boca bajó sobre la suya en un beso brutal y posesivo. No era para nada tierno, sino una afirmación de dominio, una respuesta física a su rebeldía. Él la besaba como si intentara absorber su protesta, como si quisiera borrar sus palabras amargas. Ella luchó por un instante, un débil intento de girar la cabeza, pero la mano de Enzo se hundió en su cabello, sujetándola con una fuerza que no dejaba lugar a la resistencia.
Y como siempre, su voluntad se rompió. El recuerdo del vacío frío de la mañana, la soledad opresiva de la mansión, se desvaneció bajo la intensidad de la conexión. Ella se rindió al sabor del vino tinto en su boca, a la dureza de su c