El motor del auto se apagó con un susurro frente a la imponente verja de la mansión. Las luces exteriores, dispuestas con precisión, bañaban el mármol del camino de entrada con una luz fría y amarillenta. La lluvia había cesado, dejando tras de sí un aire pesado y cargado con el aroma de la tierra mojada y el jazmín.
Sabrina se dejó caer del asiento, sintiendo el cansancio no solo físico, sino de la constante vigilancia. El día había sido un tira y afloja emocional: la alegría fugaz de ver a Marta, la frustración por la cadena invisible que la ataba a Franco y Vittorio, y ahora, la pesada certeza de su cautiverio. La mansión, con su aire de riqueza inalcanzable, se sentía más que nunca como su prisión.
Entró en el recibidor, donde el silencio suntuoso de las paredes altas parecía amplificar el latido furioso de su corazón. Estaba molesta, y no se molestó en ocultarlo. Su cuerpo era una cuerda tensa, cada paso resonando con una rabia contenida.
Enzo salió de la biblioteca, atrayendo la