La lluvia le mordía los tobillos como si la ciudad quisiera expulsarla. Isabela Méndez apretó contra el pecho la carpeta con sus planos, sintiendo cómo el cartón se ablandaba y la tinta empezaba a desparramarse en pequeñas venas azules. El edificio de Del Valle Inversiones se elevaba frente a ella como una lámina de vidrio perfecta, tallada para recordarle que había cosas hechas para brillar… y otras para quedarse mirando desde abajo. Ella no pensaba quedarse abajo. No después de todo lo que había empujado para llegar ahí.
—La entrevista era a las nueve —gruñó el guardia cuando la vio entrar, empapada, jadeando, el pelo pegado a la cara.
Isabela se pasó la lengua por los labios, sabiendo que temblaban. No iba a dejar que se notara.
—Sigo siendo la misma a las nueve con cinco —contestó con el mentón arriba—. Llegué. Eso basta.
El hombre dudó, miró el reloj, miró la desgracia mojada en que se había convertido Isa y, resignado, marcó un número en el teléfono. Asintió a medias.
—Piso cuarenta. Si todavía quieren verla.
“Si todavía quieren”. Tragó la molestia. No tenía tiempo para ofenderse. Cruzó el lobby de mármol sintiendo el perfume caro que flotaba en el aire, mezcla de madera pulida y flores blancas. La recepcionista apenas levantó la vista para señalar los ascensores VIP. Isabela apretó el paso, los jeans chorreando, la blusa blanca tan pegada al cuerpo que prometía vergüenza en cualquier espejo. Genial. Justo lo que quería: parecer transparente delante de millonarios.
El ascensor de acero negro estaba cerrándose. Isa corrió los últimos metros; el panel ya marcaba “subiendo” cuando una mano masculina, larga y firme, se metió entre las puertas y las obligó a abrirse de nuevo. Ella se deslizó dentro, casi resbalando. El olor que salió a su encuentro era diferente al del lobby: más cálido, especiado. Masculino.
—Gracias —alcanzó a decir, todavía sin aliento.
El hombre no respondió. Tenía el teléfono pegado al oído y la mandíbula apretada.
—No, si no cumplen la cláusula siete, cortas. Y cortas ahora —dijo, y colgó sin esperar respuesta.
Isabela lo miró de lado. Traje oscuro impecable, reloj discreto que de seguro costaba lo que ella debía en arriendo, hombros rectos como vigas. No la miraba a ella, miraba un punto en el aire como si lo estuviera clasificando. El ascensor avanzaba en silencio. Isa se pegó al rincón para no dejar un charco a sus pies. Podía sentir cómo la blusa mojada se pegaba aún más a su piel. Se cruzó los brazos, inútilmente.
—Piso cuarenta no está abierto al público —dijo él, al fin, sin girarse del todo.
—Tengo una entrevista. Última oportunidad —respondió Isa, clavándole la vista.
—Llegó tarde.
—Llegué. Eso basta.
La ceja del hombre subió apenas, como si le sorprendiera que algo tan empapado tuviera lengua. Isa estaba por dar media vuelta y plantarse en otra esquina cuando el ascensor vibró. Las luces parpadearon. Un segundo rojo. Luego otro. El sonido metálico de un cable golpeando algo hizo eco en la caja.
El ascensor se detuvo con un tirón que le cortó la respiración.
Isabela soltó un pequeño grito ahogado y se aferró a la baranda, el corazón golpeándole en la garganta. El hombre apretó los botones como si pudiera ordenarle al metal que obedeciera. La luz blanca se convirtió en un resplandor rojizo de emergencia que hacía sombras duras en sus rostros.
—¿Qué pasa? —Isa miró al panel, inútil.
El hombre pulsó el intercom con el pulgar, la voz todavía firme.
—Ascensor VIP 2 detenido. ¿Qué sucede?
Un chisporroteo. La respuesta llegó distorsionada.
—Falla parcial por el temporal. Reinicio manual en diez minutos. No se muevan.
Diez minutos. Isabela respiró hondo. Podía vivir diez minutos en una caja. Había vivido en peores jaulas: rutinas imposibles, trabajos de m****a, microagresiones disfrazadas de consejos. Podía con esto. Se obligó a contar: cuatro adentro, cuatro afuera. Ya está.
El hombre no. La primera señal fue la respiración, cortita, rápida, como si hubiese corrido más que ella. La segunda, las manos. Grandes, firmes… temblando. El sudor brilló en su frente pese al frío. Su mandíbula dejó de apretarse hacia adelante y empezó a temblar hacia los lados. Isa lo miró sin querer mirar, y vio cómo sus pupilas parecían ampliarse buscando salida donde no había.
—Hey —dijo, sin pensar—. Mírame.
Él no la miró. Seguía apretando botones como si alguno fuera a funcionar por insistencia. Isa se movió un paso —maldito espacio pequeño— y tocó su antebrazo. El músculo estaba en tensión absurda, como cuerda a punto de romperse.
—Mírame —repitió, esta vez con voz firme. Él giró por reflejo, quizá acostumbrado a que le obedezcan, quizá porque la orden sonó diferente a todo lo que había oído ese día. Isabela levantó su mano y la apoyó sobre el pecho de él. Calor, tela cara, latido desbocado. Sintió que él se tensaba más bajo su palma.
—Respira conmigo —susurró—. Cuatro segundos, vamos. Inhala.
Él abrió la boca. El aire entró, entrecortado. Isa contó. Uno, dos, tres, cuatro.
—Sostén. Uno, dos, tres, cuatro.
Él intentó sostener. Los ojos se le fueron hacia arriba un segundo. Isa apretó un poco su pecho, marcando el ritmo, como si contara a través de la piel.
—Ahora suelta. Lento. Uno, dos, tres…
El aire salió caliente contra la muñeca de Isa. El ascensor era una cápsula de aliento. Ella repitió. Otra vez. Otra. Sintió cómo el latido, bajo su mano, bajaba apenas. El temblor en los dedos de él no desapareció, pero dejó de parecer un terremoto.
—No estoy teniendo un ataque de pánico —gruñó él, tan bajo que apenas fue sonido.
—Claro —Isa subió una comisura—. Solo estás ensayando para una obra de teatro. Inhala.
Él obedeció. La obedeció. Y ese detalle insignificante le encendió algo a ella en la boca del estómago. No porque quisiera mandarlo, sino porque se dio cuenta de que, detrás de la coraza, había alguien que podía romperse. Y reconocer eso era peligroso.
El intercom volvió a crujir.
—Señor Del Valle, demoraremos unos minutos más. No se mueva, por favor.
Isabela bajó la mano. El nombre le rebotó en el cráneo.
—¿Del Valle…? —lo miró con los ojos grandes, de pronto entendiendo por qué la recepcionista había dicho “última oportunidad” con tanto veneno. Por qué el guardia la miró como a una cucaracha mojada.
El hombre apartó la vista, como si el rojo de emergencia fuera de golpe demasiado brillante.
—Noah Del Valle —confirmó, seco, la voz otra vez acerada, intentando volver al control. Pero ella ya había sentido el temblor bajo su palma. Y eso no se olvidaba.
Isa se mordió la lengua para no decir “el de la revista, el de los edificios que expulsan gente”. En lugar de eso, alzó el mentón.
—Isabela Méndez. Venía a presentarme para el puesto de asistente. No suelo llegar tarde. No suelo… —Se obligó a callar antes de que el temblor regresara a su voz. No iba a justificarse. No con él.
Noah tragó. Su garganta se movió visible bajo la luz roja. Hizo un gesto con la mano, como si alejara una mosca invisible. Pero no se movía del lugar. Sus dedos seguían apretando el borde de la baranda con fuerza excesiva.
—Diez minutos —dijo, más para sí que para ella.
—O menos —replicó Isa. Quiso soltar un chiste para bajar la tensión, pero el ambiente estaba demasiado cargado.
La luz roja titiló. Una vez. Dos. Y murió.
Negro. Negro total. Ni un rayo de nada. El silencio se volvió una cosa con peso, con temperatura. Isabela sintió cómo el espacio se achicaba de golpe. Oyó un crujido arriba. El cuerpo de Noah se puso en alerta otra vez. La respiración que había logrado bajar volvió a elevarse en chasquidos cortos. Ella se acercó sin pensar. Sus manos chocaron en la oscuridad, los dedos de él buscando el panel, los de ella buscando su pecho de nuevo.
—Estoy aquí —susurró, y sus labios rozaron, sin querer, la piel caliente cerca de su oreja. Pudo sentir el olor a su colonia, algo amaderado con una nota tostada—. Respira conmigo, Noah.
Él soltó un sonido que no supo si era un quejido o un intento de risa histérica. Sus dedos bajaron por el brazo de Isa hasta encontrar su mano. La apretó. Fuerte. Demasiado fuerte. Y aun así ella no la soltó.
El ascensor crujió. Un golpe seco, más fuerte, les hizo rebotar las rodillas contra el suelo. Isa soltó un jadeo corto. El cuerpo de Noah se pegó al suyo por instinto, o por gravedad. La palma de la mano de él cayó a su cintura para estabilizarla. El calor atravesó la tela mojada como si no existiera.
—No te muevas —dijo él, ronco. Era absurda la orden, porque no había dónde moverse. Aun así, ella soltó una risa cortita que sonó como chispa en la oscuridad.
—Deja de decirme qué hacer —le respondió en un susurro que apenas era aire.
El intercom emitió un chasquido final y murió. De arriba llegó el golpe de algo metálico contra metal. Intentaban abrir, supuso. O iban a dejarlos morir ahí, dramatizó una parte absurda de su cerebro. Respiró. Sintió la respiración de él contra su mejilla. Cada exhalación le calentaba un pedazo de piel distinta. La chaqueta de él —la misma que le había puesto sobre los hombros cuando la vio tiritando, dos minutos antes de que todo se apagara— le resbaló un poco, dejándole un hombro al descubierto. En la oscuridad, las cosas se sentían más grandes, más peligrosas. También más cercanas.
—Cuenta otra vez —pidió Noah, casi sin voz.
Isa lo hizo. Cuatro. Cuatro. Cuatro. El tiempo se volvió un compás sostenido entre el latido ajeno y el propio. El ascensor siguió crujendo. El sudor se mezcló con la humedad de la lluvia y el perfume. Los dedos de él dejaron de apretar tanto, pero no la soltaron. Los de ella, tampoco.
Algo chirrió, arriba. Una barra de luz blanca se filtró por la rendija de las puertas, cortando el negro. La voz de un técnico llegó, ahora más clara:
—¡Vamos a abrir! ¡No se muevan!
Noah tragó saliva. Isa sintió el movimiento en la garganta de él. La luz se abrió un poco más, lo suficiente para que viera la sombra quebrada de su perfil, la línea de su nariz, el brillo en sus ojos. Por un segundo, estuvieron tan cerca que Isa pudo contarle las pestañas.
CRAC.
El ascensor cayó unos centímetros más. El piso les tiró de los pies hacia abajo. Isa se golpeó la cadera con la baranda. Noah soltó una maldición. La luz volvió a apagarse.
Negro otra vez.
El golpe les quitó el aire de los pulmones. Isa apretó la mano de Noah. Él apretó la de ella. El corazón de ambos latió a destiempo por dos golpes, luego pareció buscarse y volver a sincronía en mitad del caos absurdo.
—Noah… —alcanzó a decir ella, o pensó que lo decía. No estaba segura porque el siguiente ruido lo cubrió todo: un golpe hueco, profundo, como si alguien hubiera soltado el cable durante un suspiro y lo hubiese atrapado de nuevo.
El intercom se murió. La barra de luz desapareció. El mundo se volvió una caja sin bordes, llena de respiraciones aceleradas, el olor a electricidad quemada y promesas de caída.
Isabela cerró los ojos como si eso hiciera diferencia en la oscuridad. Sintió el pulso de él contra su palma. Rápido. Doloroso. Sintió el suyo respondiendo. Y se aferró.
La caja de metal crujió una vez más.
Y todo quedó en negro.