Descarga de adrenalina

El primer chorro de luz entró como una navaja. Los técnicos forzaron la puerta apenas unos centímetros y el ascensor gimió, resignado. Una barra metálica se incrustó entre las hojas y alguien desde afuera gritó: “¡Ahora! ¡Despacio!” La mano de Noah apretó la de Isabela un segundo más, hasta que el esfuerzo de ponerse de pie la obligó a soltarlo.

—Suba usted primero —ordenó una voz.

—Ella primero —corrigió Noah, ronco.

Isa no discutió. Se impulsó, las rodillas le traicionaron, y fue la mano de él—otra vez esa mano—la que la sujetó por la cintura para ayudarla a trepar. Sintió el pulso de Noah contra su espalda, caliente, inestable como si todavía vibrara por dentro. Cuando pisó el pasillo técnico, los reflectores la encandilaron. Tuvo que parpadear varias veces para acostumbrarse. Un técnico trató de tomarla del brazo; Noah lo apartó con un gesto seco y saltó detrás de ella con agilidad demasiado controlada para lo que le explotaba en la cara segundos antes.

—¿Señor Del Valle, está bien? —preguntó uno, casi tartamudeando.

—Revisen cada maldito cable antes de poner esto en marcha —escupió Noah, y su voz volvió a ser un arma. Fría, cortante, dejando a todos en silencio.

Isabela oyó el tono y recordó la mandíbula temblorosa hace un minuto. La contradicción le subió por la garganta como un gas irritante. Dio un paso… y las piernas se le aflojaron. La adrenalina que la había mantenido firme se disolvía como azúcar en agua caliente.

—Whoa— la palabra se le escapó, el mundo hizo un ligero zigzag.

Noah estaba ahí otra vez. Rápido. Demasiado rápido. Un brazo pasó por detrás de sus rodillas, otro por su espalda, y sin pedir permiso la levantó. Todo el pasillo se llenó de caras sorprendidas. Isa quiso protestar, pero la sensación de vértigo le zumbó en las orejas.

—Baja la presión después del susto —escuchó que murmuraba—. Respira.

Respira. El hombre que hace poco esta a punto de perder el control, le repetía su propia instrucción. Ironías.

No discutió. Hundió la cara en la tela de su traje que olía a madera y algo cítrico, y dejó que él la llevara. El pasillo técnico desembocó en la alfombra silenciosa de un corredor inmaculado. Las puertas de vidrio reflectante se abrían como bocas que reconocían al dueño. Piso cuarenta. Oficina de Noah Del Valle.

La puerta se cerró detrás de ellos con un susurro.

Noah la depositó en un sillón de cuero negro. El contraste del material frío con su piel caliente hizo que Isa soltara un suspiro que sonó más íntimo de lo que quiso. Se odió un poco por eso. Noah no dijo nada. Caminó hasta un mueble, abrió un compartimento con movimientos precisos y sacó una botella de agua.

—Toma —ordenó, pero la voz ya no era el filo de antes; era áspera, como si la hubiera usado para rasparse por dentro.

Isa recibió la botella. Sus manos aún temblaban. Bebió. El agua bajó demasiado rápido, atascándose en la garganta. Tosió. Noah frunció el ceño, dio un paso, lo detuvo, y retrocedió. Estaba restaurando capas mientras ella seguía pegada al piso.

—Estás empapada —dijo al fin, como si acabara de descubrirlo. Se llevó los dedos al cuello de su camisa, aflojó el nudo de la corbata con un gesto rápido y preciso, y desapareció detrás de una puerta lateral.

Isa dejó la botella en la mesa baja, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos un segundo, solo para sentir que el ascensor no volvía a moverse bajo sus pies. Cuando escuchó la puerta abrirse de nuevo, los abrió.

Noah traía toallas de un blanco brillante, vapor tibio emanando de alguna parte del baño ejecutivo, y su camisa blanca doblada sobre el antebrazo. La dejó sobre el respaldo del sillón, sin tocarla a ella.

—Cámbiate. No puedes quedarte con eso encima —dijo, indicando la blusa pegada.

—¿Aquí? —alzò una ceja Isa.

—Allá —señaló con la cabeza el baño.

Isa agarró la camisa como si le entregaran un trapo de rendición. El paño le rozó los dedos y la electricidad ridícula le subió hasta el codo. Se odió otro poco. Caminó al baño sintiendo el peso húmedo en su espalda. Cerró la puerta sin seguro. No iba a encerrarse otra vez.

El espejo le devolvió una imagen que la hizo reírse por no llorar: ojos enormes delineados por rímel medio corrido, cabello aplastado por la lluvia, labios partidos de tanto apretarlos, pezones marcándose sin pudor a través de la tela pegada. Se quitó la blusa en un forcejeo torpe; la tela hizo “squish” contra el lavamanos. Se sacó el sostén mojado también, con un escalofrío que le atravesó la columna. Se secó a manotazos con la toalla caliente. El vapor del secador oculto en la pared le pegó en la nuca.

Cuando se puso la camisa de Noah, se perdió unos segundos en la sensación. Olía a él. Eso la irritó y la encendió de una manera que no quería analizar. La camisa le quedó enorme, los puños cayéndole más abajo de las manos, el dobladillo a medio muslo. Se miró al espejo: parecería una amante improvisada si alguien entraba. Se ajustó un poco el cuello, cerró tres botones. Nada debajo salvo su ropa interior. Maldita vulnerabilidad.

Volvió a la oficina. Noah estaba de pie junto al ventanal, la ciudad desplegada bajo sus pies como una maqueta. Tenía una copa en la mano, transparente. Whisky. O agua. ¿A quién quería engañar? A él mismo, probablemente. Se giró al escucharla. Sus ojos hicieron un recorrido involuntario: su cabello húmedo, la garganta expuesta, la camisa abierta lo justo para dejar adivinar. Se le tensó la mandíbula. Isa lo vio. Y lo supo.

—Gracias por la camisa —dijo, tragándose la incomodidad—. Te la devuelvo lavada.

—No hace falta —respondió, demasiado rápido.

Silencio. El zumbido suave de la ciudad, los pasos de alguien lejos en el pasillo, el latido de Isa aún no totalmente normal. Noah se miró los nudillos como si estuvieran sucios. Luego la miró a ella y la máscara cayó un centímetro.

—No fue… —empezó.

—¿Un ataque de pánico? —completó Isa, clavándole una sonrisa filosa.

—Fue un corte de energía —corrigió él como si repetirlo lo hiciera verdad.

—Tus manos temblaban más que las luces —se cruzó de brazos, notando tarde que eso empujaba la camisa para arriba. Se bajó el dobladillo con un tirón pequeño—. Y te vi perder el aire. No soy médico, pero sé contar hasta cuatro.

La mirada de Noah se endureció. Ese centímetro cedido se cerró como una puerta blindada.

—No necesito que la postulante a asistente me diagnostique nada. Si quieres este trabajo, deberás aprender a obeder y guardar silencio —dijo, cada palabra envuelta en terciopelo frío.

—Y yo no necesito un jefe que le teme a la oscuridad —respondió Isa, dando un paso hacia él. El piso vibró bajo sus pies con el eco de su propia osadía.

Él dio un paso también. El sillón quedó entre los dos, un pedazo de cuero negro que no frenó la intensidad. Noah apoyó la copa, vacía, en la mesa con demasiado cuidado para lo alterado que estaba. Sus ojos bajaron, por un segundo, a la línea donde la camisa se cruzaba. Isa sintió cómo el calor subía por debajo de la piel.

—Te ofrecí un trabajo —dijo él.

—Me ofreciste obedecerte —Isa levantó la barbilla—. Yo no me arrodillo porque un millonario me lo diga.

Noah soltó una exhalación que sonó entre risa y rabia. Un ruido breve, inconcluso.

—Podrías empezar por no poner palabras en mi boca —murmuró, inclinado apenas hacia ella. Su aliento era caliente, más whisky del que peso.

—Podrías empezar por no huir cuando se te cae el piso —disparó Isa, y el silencio que siguió fue un puente estrechísimo suspendido sobre algo que estaba a punto de quemarse.

El sillón dejó de ser frontera. Noah lo rodeó. Isa no retrocedió. Sus cuerpos se chocaron sin quererlo, sin planearlo, sin permiso previo. La tela húmeda de la camisa se pegó a la seda de la suya. Él levantó una mano, como si fuera a apartar un mechón húmedo de la mejilla de ella, y terminó limpiando con el pulgar una gota que corría por la comisura de su boca. El mundo se redujo a ese roce.

—Di que me detenga —susurró Noah, la voz baja, rota. Un ruego mal escondido en una orden.

Isa lo miró fijamente. Sintió cómo el orgullo, la rabia, la adrenalina, todo se arremolinaba en un lugar donde siempre había estado la urgencia. Se le ocurrió que tal vez no todo tenía que ser aguantar. A veces también podía elegir incendiar.

—No te detengas —dijo.

El cielo se abrió.

El primer beso no fue suave. Fue choque de dientes, labios urgentes, rabia traducida en lengua. Noah la empujó contra la orilla del escritorio de vidrio, y el borde frío le mordió los muslos. La copa vibró y cayó en la alfombra sin romperse. Sus manos —esas manos que hace un rato temblaban— agarraron la cintura de Isa como si necesitara convencerla de que era real. Isa respondió subieno sus piernas, enredando las piernas alrededor de su cadera, sintiendo cómo el mueble crujía, cómo la camisa se abría en botones que rebotaban como monedas.

—Condón —gruñó Isa, porque, por más que la sangre corriera más rápido que el sentido común, había cosas que no estaba dispuesta a dejar al azar.

Noah se alejó un segundo, jadeando, abrió un cajón con un tirón brusco, sacó el paquete plateado, ni siquiera sabía cuánti tiempo llevaba ahí. Lo rompió con los dientes, con un nuevo un temblor minúsculo en las manos. Isa, sentada en el borde del escritorio, le bajó el cinturón con dedos que no dudaron. Él respiró hondo cuando ella lo tocó. Cerró los ojos un segundo. Y la cubrió con su cuerpo para volver a ella.

La tomó por detrás de las rodillas y la arrastró apenas sobre el vidrio. Su cadera se acomodó entre sus muslos. El gemido que escapó de ella le sorprendió por la intensidad. El cristal estaba frío, el cuerpo de él ardía. Ese contraste la volvió loca.

—¿Estás bien? —preguntó él, frenando justo antes, la voz quebrada, el control intentando asomar entre la urgencia.

—No somos amigos, solo continúa —bufó Isa, clavando las uñas en sus hombros—. Muévete.

Noah lo hizo. El primer empujón le arrancó a Isa un “ah” que se perdió en su boca. El segundo la obligó a arquear la espalda, el vidrio vibrando bajo sus omóplatos. Él enterró la cara en el hueco donde el cuello se encuentra con el hombro y besó, mordió, saboreó la sal de su piel húmeda. Isa lo empujó para mirarlo, ver su expresión desecha al otro lado del placer. Sus ojos, oscuros, se habían quedado sin máscaras. Cada jadeo sonaba como un pedazo de lo que escondía.

Isa tomó el control un segundo, empujándolo hacia atrás hasta sentarlo en la silla giratoria. Se montó sobre él sin dejarlo salir de ella. El escritorio les chocó la cadera, la silla se deslizó unos centímetros. Noah soltó una maldición que parecía más un gemido. Isabela marcó el ritmo con sus caderas, el cabello suelto pegándosele a la frente, la camisa abierta flotando alrededor de su cuerpo. Las manos de Noah se movieron a sus muslos, apretándolos, subiendo, sosteniéndola cuando ella sintió que las piernas le fallaban.

—Así —jadeó él.

—Cállate —respondió ella, pero sonrió. Un gesto pequeño, secreto.

El mundo se redujo a respiraciones, a golpes rítmicos, a uñas en piel, a vidrio que gemía bajo sus culpas. Isa sintió cómo el clímax le subía desde los pies, una ola caliente que le envolvió la columna. Noah murmuró algo inentendible —su nombre, tal vez, o un por favor. Ella se dejó caer, el cuerpo temblándole. Él la siguió, los músculos tensándose bajo sus manos, el gemido profundo saliendo casi como un lamento.

Por un momento, quedaron así. Él dentro de ella. Ella con la frente pegada a la suya. Respiraciones desordenadas chocando y mezclándose. El cristal frío en su espalda, el calor de su pecho, un silencio espeso conteniendo lo que ninguno quería poner en palabras.

Noah fue el primero en moverse. Siempre él. Sacó el aire hasta el fondo, como si acabara de emerger de un lugar muy oscuro. Con cuidado, la ayudó a bajarse de sus piernas. La sostuvo un segundo más, por si flaqueaba. Isa apoyó la cara en su clavícula, escuchó el martilleo desbocado que todavía le golpeaba el pecho y, sin querer, le acarició la nuca con los dedos. Él se quedó quieto. Una quietud rara, vulnerable.

Duró solo dos latidos.

Luego, Noah se apartó. Se apartó de golpe, como si la piel le quemara. Se giró, agarró su pantalón del piso, tiró el condón a la basura sin darse cuenta de nada, se vistió botón tras botón. Todo rápido, preciso, casi desesperado. Isa sintió el vacío como un viento que le heló la piel. Se acomodó la camisa, la cerró hasta donde pudo con los botones que quedaban. Se bajó del escritorio, las piernas un poco blandas, el orgullo intacto. O eso intentó.

—Esto… no debió pasar —dijo Noah, buscando su corbata. Su tono era una mezcla de frío y arena—. No debe interferir con tu periodo de prueba.

Isabela lo miró incrédula. Tuvo ganas de reírse, de llorar, de lanzarle la copa vacía a la cabeza. Optó por lo que mejor sabía hacer: clavar una frase como un cuchillo.

—Tranquilo. No confundo una descarga de adrenalina con otra cosa —se ató la blusa como pudo, recogiendo el resto de su ropa mojada—. No soy terapeuta, ni menos tu juguete, Del Valle.

Él ni siquiera la miró. Ajustó el nudo de la corbata con dedos que volvían a temblar, abrió una puerta lateral —quién sabe a dónde— y desapareció. Sin excusa. Sin una palabra más. Sin siquiera el ruido de una puerta fuerte. Solo el susurro impecable de la oficina devorando su huida.

Isa se quedó en medio del vidrio, el cuero, el mármol. Desnuda bajo una camisa ajena, húmeda todavía, con el pulso desbocado y las manos cerradas en puños. Una risa seca le subió de la garganta y se ahogó en la boca. Juntó su ropa mojada, agarró la toalla para secarse el sudor-frío, y se sentó en la silla que hace unos segundos se había movido bajo sus caderas para vestirse con calma y recuperar el aliento.

Minutos después, el celular vibró. Un correo entró. Lo abrió con el pulgar, todavía ardiendo. “Bienvenida – Semana de prueba Del Valle Inversiones.” Enviado por “RR.HH. – Asistente Legal”. Frío, impersonal, un P*F adjunto con horarios y cláusulas.

Isabela apretó la mandíbula. Miró el ventanal. La ciudad la esperaba abajo, con sus luces y sus deudas. Se puso de pie, se acomodó la camisa como si fuera un vestido que sí le pertenecía y caminó hacia la puerta con la cabeza en alto.

—Ni siquiera me entrevistó. Vaya cobarde tengo de jefe —murmuró, apenas un hilo de voz que se convirtió en acero en su garganta.

Abrió la puerta. El pasillo estaba vacío. La oficina también. Solo el eco de sus pasos y el olor a madera y sexo disipándose en el aire.

Y la certeza, ardiente y tozuda, de que esto recién empezaba.

 

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP