Les juro que salí de la habitación de Jessy con pasos cautelosos, intentando no hacer ruido al cerrar la puerta detrás de mí. Había dejado la bandeja del desayuno sobre su mesita de noche, junto a un vaso de agua con limón para la resaca y un medicamento.
Solo de recordar su expresión era un poema de contradicciones: culpa, ternura, vergüenza. Yo, en cambio, me sentí liviano, como si hubiera tocado el cielo. Todo en ella me encantaba.
A fuera, la fiesta se había apagado, aunque aún quedaban latas vacías y restos de pizza en el patio. Algunos amigos dormían tirados en sillones, otros roncaban en bolsas de dormir y tumbonas. El sol ya asomaba tímido en la villa.
No bien puse un pastel en la cocina, lo vi.
Ethan. Mi mejor amigo de la infancia e hijo de la mujer que amo.
Apoyado en el marco de la puerta, brazos cruzados, con una lata de coca y una mirada inquisitiva.
—¿Te despertaste temprano o no dormiste? — le pregunto, intentando sonar casual.
—Podría preguntarte lo mismo—responde, sin