El amanecer trajo consigo una bruma ligera sobre la carretera. La furgoneta de “telecomunicaciones” estaba estacionada en un punto ciego del complejo residencial.
Marcus, sentado en el asiento del copiloto, revisaba una última vez los esquemas del lugar mientras Spectre terminaba de maquillarlo.
—No, Peter —dijo Marcus mientras su hijo se acomodaba la chaqueta negra gastada—, no tienes que entrar.
Peter lo miró fijamente.
—No pienso quedarme aquí mientras ellos están ahí dentro.
—Este chico tiene agallas—murmura Ramírez.
Spectre ya trabajaba rápido: ojeras marcadas, piel ligeramente envejecida con látex, una cicatriz artificial que cruzaba desde el pómulo hasta la comisura de los labios. El peinado desordenado completaba la imagen de un hombre que había vivido demasiado en las calles todo despreocupado.
—Inclínate un poco cuando camines —le aconsejó el amigo de Marcus—, así pareces más un tipo que ha recibido más golpes que abrazos.
Peter sonriendo con un gesto torcido.
—Perfecto.
Lle