Perspectiva de Sabrina
Ely corrió a mi lado con el pánico reflejado en su rostro.
—¿Estás herida, mami?
Logré esbozar una sonrisa y negué con la cabeza.
—No, cariño. Estoy bien, vámonos de aquí.
La levanté en brazos y me dirigí hacia las puertas, pero no llegamos muy lejos, ya que un grupo de guardias se interpuso, bloqueando nuestro paso como un muro de piedra.
Uno dio un paso adelante y preguntó con voz fría:
—¿Quién dijo que pueden irse después de esa escena?
Entonces apareció Sara, avanzando como una reina ante su corte.
—Echen a esa loca como la basura que es. No la dejen salir por la puerta principal.
Abracé a Ely con más fuerza.
—¡No se atrevan a tocarla!
Por suerte, no fueron por ella, sino por mí.
Eran cinco guardias, sus manos me sujetaron con fuerza, como garras de hierro, obligándome a caer al suelo. Escuché el grito de Ely y sentí sus manitas intentando apartarlos, pero no tenía oportunidad contra ellos.
Mi mejilla raspó la piedra cuando uno de los guardias colocó su bota entre mis hombros, inmovilizándome. La presión hizo que mis costillas dolieran.
Aun así, en lo único que podía pensar era en la seguridad de Ely.
—No llores, bebé —jadeé, parpadeando entre el velo del dolor—. Estoy bien, te lo prometo.
Dejé que el dolor se asentara, que se enraizara en mis huesos, porque con cada punzada recordaba.
La primera noche que vi a Arturo, salvándolo de la mesa de blackjack solo con ingenio y suerte.
La noche que nos tumbamos bajo las estrellas, hablando de todo y nada, hasta quedarnos dormidos en la arena.
El momento en que me levantó en brazos, riendo, cuando supimos que estaba embarazada.
La forma en que se arrodilló junto a mi cama de hospital, con ese collar en la mano, prometiendo protegernos a nuestra hija y a mí.
Pensé en cada hermoso recuerdo.
Y, en ese instante, decidí dejarlos ir. Esos recuerdos ya no me pertenecían.
Arturo Vélez ya no existía para mí.
Los guardias me levantaron y me arrastraron por el patio como a una criminal, mientras Ely corría detrás, intentando alcanzarnos, llorando desconsoladamente.
—¡Por favor, señor Vélez! ¡Por favor! ¡Suelte a mi mami! Nos iremos, lo prometo.
Su vocecita abrió algo dentro de mí, pero no fui la única afectada.
La voz de Arturo resonó, aguda y sorprendida:
—Esperen, ¡alto!
Avanzó, el ceño fruncido.
—Ely…
—Por favor —susurró ella de nuevo—. Se lo suplico.
Su carita estaba cubierta de lágrimas.
Los guardias dudaron, hasta que uno finalmente me soltó. Y, en cuanto los demás lo imitaron, corrí hacia Ely, la abracé y no la solté.
—Vamos, cariño —susurré—. Nos vamos.
Mientras salíamos, ella lloraba en silencio sobre mi hombro.
…
En la víspera de Navidad, justo antes de nuestro vuelo, mi teléfono vibró con un mensaje de Arturo.
«Perdón por lo de ayer. He estado ocupado con algunas cosas, pero pasaré a verlas a Ely y a ti en unos días, ¿vale?»
Estaba ocupado.
Claro, como si no supiera que se estaba casando con Beatriz. Ese día se celebraría su boda, en plena Navidad.
Ya había llamado a un equipo de limpieza. Después de empacar lo esencial, les dije que tiraran todo lo que quedaba. Cada recuerdo, cada eco de nuestra vida allí, desaparecería.
Ely y yo fuimos directamente al aeropuerto. Justo antes de pasar por seguridad, escribí un último mensaje.
«Espero que disfrutes tu boda hoy. No te molestes en preguntar por nosotras, ya no seremos una preocupación para ti.»
Una vez envié el mensaje, saqué la tarjeta SIM de mi teléfono y la tiré en el bote de basura más cercano.
—Vamos, cariño —dije, tomando la mano de Ely—. Vamos a buscarte algo para comer en el avión.