Perspectiva de Sabrina
Ely no dudó, en cuanto lo vio, corrió hacia él con los brazos abiertos.
—¡Papi! ¡Papi! ¡Mira mi vestido!
Mi corazón se apretó, mientras el rostro de Arturo perdía todo color. Parecía haber visto un fantasma.
Se movió rápido, extendiendo las manos hacia ella, recorriendo la habitación con la mirada.
—¿Ely? ¿Quién te trajo aquí? ¿Dónde está tu madre?
No estaba feliz de verla, ni siquiera sorprendido, estaba en pánico.
Y, en ese instante, la verdad me golpeó como una bofetada; ese mensaje… no era de Arturo. No había recordado su promesa, ni preparado nada para Ely.
Los susurros comenzaron a flotar en el aire, tan afilados como cristales rotos.
—¿Quién es esa niña tan maleducada? ¿Cómo puede llamar papá a un hombre que no conoce?
—¿El hijo de Arturo no es un bebé todavía en el vientre de Beatriz?
—Pensé que Arturo nunca se había casado. ¿De dónde salió esa niña?
—Probablemente solo es una mujer desesperada tratando de vender a su hija para conseguir dinero.
—Mírala, parece de ese tipo.
El rostro de Arturo se tornó rojo, no sabía si estaba avergonzado, enojado, o ambas cosas. Pero avanzó, demasiado rápido, demasiado brusco.
—¿Quién es esta niña? —exigió saber—. No soy su padre, que alguien la saque de aquí.
Luego, la empujó. No con fuerza, pero fue suficiente para que sus pequeñas piernas tropezaran y cayera de espaldas al suelo.
Estuve a su lado en un instante, recogiéndola en mis brazos, preparándome para las lágrimas, pero no hubo ninguna. Ely solo parpadeó, mirándolo, antes de bajar la vista a sus zapatos.
—Lo siento, señor Vélez… pensé que…
La abracé con fuerza, mi corazón estaba hecho pedazos.
—No hiciste nada malo, bebé. Nada.
Pero, aun así, ella lo miraba con esperanza. Señaló el enorme pastel junto a la fuente de champán.
—¿Ese pastel es la sorpresa del señor Vélez para mí? ¿Puedo apagar las velas?
Antes de que pudiera responder, una voz dulce y venenosa cortó el aire como miel envenenada.
—No, no puedes —canturreó Beatriz, deslizándose hacia nosotros con un ajustado vestido de cóctel. Sus tacones resonaban en el suelo como dagas—. Ese es mi pastel, y solo yo puedo apagar las velas. —Se inclinó hacia adelante con los labios apenas curvados—. ¿Tu madre no te enseñó modales? Cuando vas a la fiesta de otro, no te comportas como si tuvieras derecho a todo. Y, cariño, no corres llamando papá a hombres extraños, eso es muy grosero. ¿No es así, Arturo?
La mirada arrogante que me lanzó era casi cómica.
Ahora sabía quién había enviado ese mensaje: había sido Beatriz, por su necesidad de humillarme y de dejarle claro a todo el mundo, junto con la prensa, que Ely no era una Vélez y que nunca lo sería.
Ahora solo importaba su bebé.
Me puse de pie y, aún con mi pequeña en brazos, fijé la mirada en Arturo.
—¿Ely fue demasiado grosera al llamarte papá?
Él dudó, de verdad dudó. Luego dio su veredicto.
—Sí —dijo con rigidez—. Es inapropiado… andar llamando papá a quien se te antoje, pequeña.
Mi sangre se congeló.
Beatriz deslizó su brazo alrededor del suyo, triunfante.
Y eso fue todo, los susurros regresaron, ahora peores, sin sutilezas.
—Pequeña descarada, sin vergüenza, es igual que su madre.
—Ja. Te dije que Arturo solo tenía un hijo, y está creciendo dentro de Beatriz.
—¿De dónde salió esta? Quizá llama papá a todos los hombres que ve.
—Esperemos que se le pase. No queremos que después llame papá a su novio.
Miré a Ely; sus ojos estaban vidriosos, pero su expresión era tranquila, demasiado tranquila.
Recé para que no entendiera las frases venenosas de los adultos, mientras la bajaba suavemente. Le besé la frente y avancé directo hacia la torre de champán, la cual derribé con un simple y rápido movimiento.
El cristal se rompió en miles de fragmentos, y la bebida espumante se esparció por el suelo pulido, mientras los jadeos se extendían como una ola.
Entonces, me giré, sonriendo dulcemente.
—Qué día tan hermoso, ¿verdad? Pensé en hacer un brindis por la cumpleañera —murmuré, antes de encogerme de hombros y soltar—: Ups, lo siento. Espero ser menos torpe la próxima vez.
El silencio cayó como una bomba.
Por primera vez en años, les mostraba un atisbo de mi verdadera yo.
No tenían idea de con quién se estaban metiendo.