En el Upper East Side de Nueva York vivían dos herederos: uno, un fanático de la velocidad que se adueñaba de las pistas de carreras; el otro, un genio de las finanzas que movía capitales a su antojo. Venían de familias igual de poderosas y, aunque sus personalidades eran opuestas, crecieron juntos y cada uno veía en el otro a su único amigo incondicional. Se habían peleado por mujeres, habían discutido a gritos por apuestas en las carreras... y aun así, a los quince años coincidieron por primera y única vez en algo: llevar colgado un pin de cobre sencillo, con una "M" grabada de forma apenas visible en la parte trasera. Era una pieza que Mía había hecho casi sin pensar, en una clase de manualidades, sin que nadie en el salón supiera quién era en realidad. Ellos, en cambio, llevaron ese pin durante diez años. Ni en un podio de Fórmula 1, ni cerrando una inversión millonaria en la Bolsa... jamás se lo quitaron. Hasta que apareció Elena. La hija consentida de un nuevo magnate, que les cosió a mano un parche de tela con hilo dorado. Simple, como esos que en un tianguis o feria venden tres por un dólar. Pero, sin decir una palabra, ambos se quitaron el pin de cobre y se pusieron el parche nuevo. Mía no comentó nada. Solo guardó en silencio una vieja fotografía de ellos que había recortado de un periódico. Esa noche, llamó a su padre en Sicilia. Su voz sonó tranquila, firme: —Papá... acepto la alianza matrimonial.
Leer másElena tenía los ojos llenos de miedo y la cara pálida como un papel. Dijo con la voz temblorosa:—¿No se suponía que si confesaba me iban a perdonar? ¿Por qué... todavía no me dejan en paz?Con la mano todavía manchada de sangre, Máximo respondió:—El que traiciona... lo paga en el infierno.Luego dio la orden de que se la llevaran.Sus gritos resonaron por el pasillo:—¡No! ¿Por qué? ¿No siempre me han mimado? ¡No es justo!Sin decir una palabra, Máximo ignoró por completo sus gritos. Se vendó rápido y se subió al helicóptero con León, rumbo a Italia.Ese día, Mía y Benito estaban a punto de casarse. Máximo y León tenían todo listo para irrumpir en la ceremonia con pruebas en mano y suplicar su perdón.El helicóptero empezaba a bajar justo cuando Mía acomodaba el cuello del traje de su futuro esposo.Un murmullo recorrió a los invitados y fue creciendo al ver cómo, desde el aire, caían dos cuerdas por las que descendían los dos.—Mía, ven con nosotros —dijo Máximo, extendiendo la man
Apenas Mía terminó de hablar, varios guardias se adelantaron y, sin darle tiempo a reaccionar, sujetaron a León y a Máximo para sacarlos a la fuerza.Antes de que los arrastraran fuera, Benito dio una orden seca, sin titubeos:—Llévenlos al avión. Y si no quieren regresar, que llamen a sus padres en Nueva York para que se encarguen de cuidarlos... Porque no les garantizo que la próxima vez que pisen Italia salgan enteros.León, todavía sin creerlo, se debatía mientras gritaba:—¿Mía, tú también piensas así? ¿De verdad crees que puedes olvidarnos tan fácil? ¡Diez años juntos y lo borras como si nada!—Lo que él dijo es exactamente lo que pienso —respondió ella, firme, sin apartarle la mirada.Las palabras le pesaron a León como un golpe. Bajó la cabeza, vencido.Máximo, en cambio, sonrió con una chispa de locura en la mirada:—No voy a rendirme, Mía. En esta vida... solo puedes ser mía.Benito, visiblemente harto, hizo un gesto y ordenó que les cubrieran la boca y se los llevaran. Luego
Justo cuando estaban a punto de firmar, dos voces rompieron el murmullo del salón:—¡Mía! ¡No!Ella se detuvo un instante, sin girar la cabeza. En lugar de eso, firmó con rapidez, casi sin pensarlo.Cuando levantó la vista, sus ojos se cruzaron con los de Benito, que acababa de firmar también. Se miraron en silencio, como si las palabras sobraran, hasta que, finalmente, Mía apartó la mirada.En ese momento, León, incapaz de contenerse, lanzó un puñetazo a uno de los guardias de la entrada.—¡Les dije que se apartaran! ¿No me escucharon? —rugió.Entre el forcejeo, Mía hizo un gesto para que los dejaran pasar, pero les indicó que se detuvieran a unos pasos de distancia.León intentó avanzar, pero Máximo lo detuvo, hablando con firmeza:—Mía, vuelve con nosotros a Nueva York. Pase lo que pase, estaremos contigo.—Sí, Mía —añadió León, con desesperación—, si vienes, te prometemos lo que quieras.Ella levantó la mano, mostrando un broche de diamantes y los documentos recién firmados.—Lo si
En la casa, ninguno de los dos consiguió dormir.Máximo, que casi siempre mantenía la calma, se levantó de golpe y volvió a llamar al primo de Mía.—Necesito que me confirmes si Mía regresó a su país.Al otro lado de la línea, el silencio se hizo palpable.El hombre miró a Mía, que en ese momento probaba su décimo vestido de novia, y se contuvo de decir algo. Sin una palabra, colgó.Poco después, Máximo recibió un mensaje:"Mía no ha vuelto todavía. No la busquen más. Está a salvo."Al leerlo, un escalofrío recorrió su pecho. Sus dedos se cerraron con fuerza sobre el borde de la mesa. En un instante, se levantó, metió algunas cosas en una maleta y llamó a León:—Tienes diez minutos para estar en la puerta. Si no, iré yo solo a buscarla.Cuando bajó, León ya estaba allí, con ojeras y una maleta en la mano.—¿A dónde vamos? ¿Sabes dónde está? —preguntó, casi sin aliento.—Creo que sí, pero tenemos que comprobarlo.Desde que Mía se fue, habían puesto a todos sus contactos a buscarla. La v
A primera hora de la mañana, León y Máximo regresaron a la casa de Mía, con la idea de recoger algunas de sus cosas favoritas, pensando que así podrían calmarla y mejorar un poco el ambiente.Pero al llegar, se encontraron con una escena inesperada: varias personas entraban y salían cargando cajas y muebles.Anoche, estaban tan alterados que no se fijaron, pero ahora se dieron cuenta de que casi todo en la casa tenía una etiqueta: las azules con el nombre de León, las rosas con el de Máximo.León, al ver que uno de los hombres cargaba un jarrón, se acercó rápidamente:—¿Qué están haciendo?—La dueña nos pidió que empacáramos todo según las etiquetas: lo azul para el señor León, lo rosa para el señor Máximo —explicó el trabajador, mostrándole la orden que tenía en la mano.León le arrancó el papel de las manos y explotó:—¡Esto lo compré yo para Mía! ¡Nadie lo toca! ¿Me oíste?Máximo lo tomó del brazo antes de que armara un escándalo mayor y, con tono firme, les dijo a los trabajadores:
Esa noche, los tres coincidieron frente a la entrada del auditorio.—¿Dónde está Mía? —preguntaron León y Máximo en cuanto vieron a Elena—. ¿No vino contigo?Elena, con esa mirada de lástima, respondió:—Creo que Mía no quiere venir. Mejor no entremos.León, visiblemente molesto, respondió:—Déjala, que se le pase el berrinche. Nosotros tres entramos, vemos el concierto y luego le llevamos algo para calmarla.—No sé, algo no me cuadra. Es su banda favorita —murmuró Máximo, dudando.—Será un capricho, no te preocupes —replicó León, tirando de Elena hacia la entrada.Máximo echó un vistazo a la calle semivacía antes de seguirlos.Durante el concierto, solo Elena parecía disfrutarlo. León y Máximo estaban completamente distraídos, como si tuvieran la cabeza en otro lado.En cuanto terminó el musical, Máximo sacó el celular rápidamente para llamarme. No contesté.León, al verlo, también marcó mi número, pero pasó lo mismo: silencio.Entonces, la calma se rompió. León, ajustándose el cuello
Último capítulo