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Ella No Ruega, Ella Destruye

Ella No Ruega, Ella DestruyeES

Cuento corto · Cuentos Cortos
KarenW  Completo
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Resumen
Índice

Tras haber estado seis años al lado de Arturo Vélez, todo cambió cuando su tío murió y él asumió el legado familiar… junto con la responsabilidad de cuidar a su «joven» tía política, Beatriz Cruz, cuya edad era prácticamente la misma que la de Arturo. Las cosas llegaron al punto en el que Arturo le daba a Beatriz cualquier cosa que ella quisiera. Solo que, jamás imaginé que eso incluiría un bebé. Beatriz le dijo que quería un hijo que llevara la sangre de los Vélez. Y, con su tío fuera del camino, Arturo era el único que podía cumplirle ese deseo. Así que, él también se lo concedió. —Espera un poco más Sabrina —solía decirme—. Solo hasta que ella quede embarazada. Lo que empezó siendo una vez al mes, se transformó pronto en una vez a la semana… hasta convertirse en una rutina nocturna. Durante los casi ocho meses que vivimos en Nueva York, Arturo se quedó con Beatriz más de cien veces, hasta que finalmente, ella quedó embarazada. Poco después, la familia Vélez anunció que Arturo se casaría con ella. —Mami —me preguntó suavemente mi hija, trepándose al sofá junto a mí. Ely, nuestra Ely, «mi» Ely. La hija a la que Arturo jamás había tenido tiempo para atender, preguntó—, ¿alguien se va a casar? La abracé y besé su cabello. —Sí, cariño. Por fin, tu papá va a casarse con el amor de su vida. Ely parpadeó mirando la pantalla. —Pero, ¿qué pasará con nosotras? Sonreí. —Nos vamos a casa, pequeña —le susurré al oído. Arturo olvidó que yo era Sabrina Márquez. Las mujeres Márquez no mendigaban anillos, y, desde luego, no suplicaban amor después de una traición.

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Capítulo 1

Capítulo 1

Perspectiva de Sabrina

El hombre al que había amado durante seis años, el padre de mi hija, rompió su promesa de casarse conmigo, enredándose, en cambio, con su tía, a quien le dio un hijo y una boda.

Arturo pensó que yo me quedaría callada, que lo esperaría siendo leal y obediente, mientras él jugaba a la casita con otra persona.

Lo que no sabía, era que yo estaba planeando mi huida. Y que, en solo unos días, me marcharía, junto con nuestra hija, a un lugar donde no podría encontrarnos nunca más.

Después de arropar a Ely en su cama, encendí mi portátil y reservé dos boletos aéreos a Las Vegas. Pronto sería Navidad, así que casi todo estaba agotado.

El vuelo más cercano que pude conseguir era en Nochebuena, lo cual sería en tres días. Supuse que la mayoría de las personas para entonces ya estarían en casa, celebrando las fiestas con sus familiares.

La Navidad siempre había significado algo sumamente importante para mí, ya que había sido el día que había conocido a Arturo, nuestro aniversario.

Es curioso cómo el destino hace girar el cuchillo con una sonrisa. Porque ese año, la Navidad sería el día en que lo dejaría, junto con nuestra hija.

Seguía mirando la pantalla, perdida en mis pensamientos y sentimientos que no podía permitirme sentir, cuando un par de brazos fuertes y familiares se deslizaron alrededor de mi cintura desde atrás, apestando a whisky; eran los brazos de Arturo.

Murmuró algo sobre besarme. Sus labios rozaron el lateral de mi cuello, cálidos y tentadores, antes de besarme en los labios, esta vez más lento, más pesado, sus manos ya empezaban a recorrerme, tirando de mí hacia la cama.

Pero lo aparté, el aroma impregnado en su camisa me cortó la respiración; era el olor de Beatriz, su perfume en él me revolvía el estómago, por lo que me levanté y me alejé hacia la sala.

—Date una ducha —dije, sin emoción—. Apestas.

Él se olió a sí mismo y rio.

—¿Sí? Perdona, nena. Es que me hicieron beber en el casino. Ya sabes cómo es cuando se trata de los negocios...

Su voz se fue apagando bajo el siseo del agua corriendo.

Que Arturo bebiera no era una novedad, bebía siempre para cerrar tratos de negocios. Los Vélez eran dueños de una cadena de casinos, y, desde que él manejaba el negocio familiar, la mayoría de sus noches las pasaba entre tragos.

Un rato después, reapareció en pijama, con el rostro fresco. Se dejó caer a mi lado en el sofá y escogió un insulso programa de televisión.

—¿Estás molesta conmigo, nena? —preguntó, sacando el labio en ese gesto aniñado que siempre usaba—. No has dicho mucho esta noche.

Arturo, conmigo, siempre fingía inocencia, como si ni él mismo supiera lo que hacía, pero lo sabía.

Dios, siempre lo supo.

No respondí, mis ojos seguían clavados en la pantalla.

Suspiró y me rodeó con un brazo.

—Lo siento, nena. Si lo de Beatriz te molesta… no iré a verla estos días, ¿de acuerdo? Me quedaré y haremos lo que tú quieras.

«Lo de Beatriz». Como si ella fuera un simple error sin importancia.

¿Y por qué sonó como si le tuviera miedo? ¿Como si ella tuviera el verdadero poder?

Ah, claro. Beatriz estaba embarazada y pronto tendrían un hijo, un heredero Vélez de pura sangre.

Me giré para verlo. Su pecho estaba desnudo, ese cuerpo exasperantemente perfecto, con la mezcla justa de suavidad y fuerza, que, en conjunto con esos ojos cálidos, color miel, siempre me hacían sentir que yo era lo único importante en su vida.

De pronto, viendo esos mismos ojos, volví a la noche en que me pidió que fuera su novia.

Habíamos tenido una noche salvaje y brillante en un club del centro de Las Vegas. La música retumbaba tan fuerte que las paredes parecían latir, los cuerpos se movían como olas en la pista, pero él me apartó, lejos de todo. Sus manos me tomaron el rostro y sus labios rozaron mi oído.

—Sabrina —susurró, su voz apenas audible bajo el ritmo—. ¿Quieres ser mi novia?

Me miró con esos mismos ojos suaves, esperanzados y demasiado buenos para este mundo.

—Pensé que nunca me lo pedirías —respondí, sin aliento.

Entonces, me atrajo hacia él y nos besamos. Fue un beso largo, ardiente y desordenado, de esos que te dejan las piernas temblando y el corazón latiendo como el bajo de la música.

La multitud desapareció, la música se desvaneció, y, por un instante, sentí que el universo era solo nuestro.

En ese entonces, yo creía en esa magia, creía en él.

«Claro que sí, este chico es mío, este hombre es mi futuro».

Ahora, viendo esos mismos ojos, todo lo que podía sentir era el perfume de Beatriz; barato y dulzón. De esos que se quedan pegados a la piel y no se van, de esos que te revuelven el estómago.

Arturo me guiñó un ojo, acercándose más.

—¿Por qué perder la noche solo mirándome cuando podríamos estar haciendo tantas otras cosas… como…?

No terminó la frase porque su teléfono sonó, fuerte y cortante. Al instante, la ilusión se rompió.

Contestó con el altavoz, con sus labios aún cerca de los míos.

—Jefe, la señorita Beatriz dice que no se siente bien —dijo una voz que reconocí como la de uno de sus hombres.

Solo escuchar ese nombre fue suficiente para que algo cambiara en él.

Arturo se incorporó de golpe, y, con voz era afilada, dijo:

—Llama al médico, ¡ya! Voy para allá.

Cuando terminó de vestirse, ya estaba a medio camino de la puerta antes de siquiera mirarme.

—Nena… lo siento, pero tengo que ver cómo está Beatriz. No hay nadie con ella. —se detuvo, dudando—. Volveré pronto, lo prometo. Eres la mejor.

¿La mejor? Sí, por aguantar ocho meses de silencios, promesas rotas, y noches compartidas con su tía Beatriz, quien, siendo sinceros, no era más que otra tapadera de los Vélez para el escándalo.

Sí, era la mejor.

¿Cuál era el hecho de que me hubiese quedado tanto tiempo? Esa fue mi mayor muestra de misericordia, le di una última oportunidad para que enmendara sus errores, pero no la aprovechó.

Con esto en mente, me levanté y caminé hacia él.

—Tu teléfono —dije en voz baja, entregándole el móvil—. Casi lo olvidas.

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