Perspectiva de Arturo
Un dolor repentino brotó en mi pecho, agudo y fuerte, y sentí como si algo se me escapara entre los dedos y no pudiera detenerlo.
Entonces, la voz dulce de Beatriz irrumpió en mis pensamientos.
—¿En qué piensas, Arturo? —ronroneó.
Estábamos en el salón nupcial, escondidos en uno de los tocadores reservados para la novia y el novio. La boda sería en minutos, y ella brillaba, satisfecha. Yo… no.
—Nada —mentí, tomando mi teléfono—. Solo necesito hacer una llamada.
Salí antes de que pudiera seguirme.
No había tenido noticias de Sabrina, supuse que todavía estaba enfadada, ya que mi madre había anunciado públicamente mi matrimonio con Beatriz, aunque yo había planeado decírselo en persona.
Lo que ella no sabía, ni nadie más, era que esa boda era solo una fachada, el movimiento de una pieza en un juego más grande.
Pero justo cuando desbloqueé el teléfono, apareció su mensaje.
«Espero que disfrutes tu boda hoy. No te molestes en preguntar por nosotras, ya no seremos una preocupación para ti.»
¿Qué demonios?
¿Disfruta tu boda? ¿Ya no seremos una preocupación para ti?
Un escalofrío me recorrió la espalda.
Al instante, mi inquietud tuvo sentido; no había sabido nada de ella desde el día anterior, ni una llamada, ni un mensaje, nada. ¿Y ahora eso?
Intenté llamarla de inmediato, pero nada, no hubo respuesta.
Lo intenté de nuevo y me mandó directo al buzón de voz.
El pánico me subió por la garganta como fuego.
No me importaban el esmoquin, las flores, ni la lista de quinientos invitados. Llamé a mi asistente con una voz que apenas reconocí.
—Te dije que vigilaras a Sabrina —gruñí—. ¿Dónde está?
Hubo un momento de silencio, antes de que respondiera:
—Jefe… Ely y ella tomaron un taxi esta mañana, se dirigían al aeropuerto. Pensé que quizá iban de vacaciones…
Ni siquiera lo dejé terminar, me di la vuelta y salí disparado hacia la puerta.
—Envíame al conductor. ¡Ahora! Quiero ir al aeropuerto.
…
El viaje fue una tortura.
La llamé otra vez, y otra, y otra. Pero no obtuve respuesta.
Mi pulso era errático, tenía las manos apretadas sobre mis rodillas.
El conductor frenó en un cruce y giró a la izquierda.
—¡No tomes desvíos! —exclamé—. Ve directo al aeropuerto.
—Señor Vélez —dijo, mirándome por el espejo—. Es el tráfico de Nochebuena. Algunas calles están cerradas, esta es la única ruta abierta.
—Maldita sea —susurré—. Se me olvidó que era Nochebuena.
Había estado ahogado con los planes de boda, distracciones y juegos de poder.
Pero no debí haber olvidado eso, debí haberlo recordado porque la Nochebuena era nuestro aniversario de la noche en que nos conocimos. Quizá por eso Sabrina actuaba raro, quizá estaba dolida porque lo olvidé.
Pero el mensaje no sonaba a enojo, sonaba a despedida.
Mi pecho se apretó de nuevo, con ese miedo que se siente al entender que alguien a quien se ama se está escapando, y puede que ya sea demasiado tarde.
—Más rápido —le ordené al conductor.
Mientras tanto, empecé a revisar horarios de vuelos, buscando algo que coincidiera con el tiempo.
Entonces lo vi, un vuelo a Las Vegas, la ciudad natal de Sabrina.
Se me formó un nudo en el estómago.
¿Podría ser…?
Cuanto más lo pensaba, más encajaban las piezas, y más aterrorizado me sentía.
¿Sabrina se había ido de regreso a casa?
…
Sabrina era una Márquez, su familia prácticamente gobernaba Las Vegas como los Vélez dominaban Nueva York, pero con más poder, más alcance y más colmillos.
Pero Sabrina nunca presumió de eso, no era como esas mujeres.
Sí, todos nacimos entre la sangre, las reglas y guerras silenciosas del mundo mafioso. La mayoría lo llevaba como armadura, usando el amor como una moneda, cambiando corazones por poder.
¿Pero Sabrina?
Cuando la conocí, trabajaba en un refugio de animales y no para aparentar, tampoco para la foto. Estaba arrodillada en un concreto sucio, vendando la pata destrozada de un perro mientras el resto de la ciudad festejaba usando trajes de diseñador.
Incluso, cuando estuvimos juntos, cuando yo debí haber sido otro activo, otro movimiento en un tablero de ajedrez, ella me trató como a un hombre, no como a un Vélez, ni como a un heredero mafioso. Solo… como Arturo.
Y lo arruiné.
La arruiné.
La mujer que una vez sostuvo mi corazón como si fuera lo más frágil y precioso del mundo… se fue.
Y se llevó a nuestra hija con ella.
Pensé en sus ojos, en su sonrisa. En cómo me abrazaba, como si no estuviera hecho de violencia y secretos. Pensé en Ely, nuestra niña, su sonrisa cuando me veía como si yo fuera su mundo entero.
Tomé una decisión.
—Puedes dejarme aquí —le dije al conductor.
Él pareció confundido, pero yo ya estaba fuera del automóvil. Los bloqueos de tráfico se extendían por kilómetros, el tráfico de Nochebuena era imposible. Si quería llegar a tiempo, tendría que correr.
Serían dos kilómetros.
Podía hacerlo…
Y lo hice.