LEO
—Pero mírate, qué grande estás... —Mi madre me agarra la cara con las dos manos, apretándome las mejillas como si tuviera cinco años. Huele a su perfume de siempre, ese que lleva desde que tengo memoria, y me da un pellizco en el brazo que me hace gruñir.
—Me viste la semana pasada —replico.
—Ah, no, hace dos semanas que ya ni pasas a verme —se queja, cruzándose de brazos con ese gesto de madre ofendida que domina a la perfección.
Será porque cada vez que vengo me sobetea como si todavía fuera un puto crío.
—Eso es porque el chaval está enamorado —suelta Joe, tirado en el sofá de mi madre como si fuera el rey de la casa, con una cerveza en la mano y su sonrisa de cabrón.
—En realidad vengo menos porque te veo más aquí que en el estudio —dejo la chaqueta colgada en el perchero y miro a mi madre—. Deberías empezar a cobrarle.
Mi madre se ríe sin hacerme caso.
—Él por lo menos me cuenta los cotilleos. Siéntate, que te voy a traer una cerveza para que empieces a soltar prenda.
Joe se