ANASTASIA
Estoy terminando de colocar unas tazas cuando Marta se asoma por la puerta de la trastienda, con ese aire misterioso que tiene cuando sabe algo que yo no.
—Parece que alguien te está esperando —dice, con una media sonrisa mientras se seca las manos en el delantal.
La miro, frunciendo el ceño. Y al asomarme es justo la persona que siempre se me pasa por la cabeza: Leo.
Hoy no tengo la cabeza en su sitio, casi no he dormido y llevo todo el día pensando mil argumentos que seguramente cuando tenga a mis padres delante no pueda pronunciar. Cada vez que cierro los ojos, veo la cara de mi madre, con ese gesto suyo de desaprobación que me hace sentir pequeña, o escucho la voz de mi padre, fría y cortante, recordándome todo lo que hice mal. Pero ahora veo a Leo ahí fuera, y se me olvida todo un poco. Me gusta haber descubierto que confiar en alguien que me hace sentir tan segura puede también hacer que todo sea un poco más sencillo.
—Anda, vete —me dice Carla, sin dejar de amasar gal