El aire de la noche era frío, cortante, y cada bocanada que inhalaba me quemaba los pulmones. Caminaba sin rumbo, con los brazos cruzados sobre el pecho, más para sostenerme a mí misma que para protegerme del clima. Las calles estaban casi desiertas, iluminadas apenas por farolas que proyectaban sombras largas, distorsionadas.
No escuchaba ya sus pasos detrás de mí. O quizá los ignoraba a propósito, convencida de que si lo hacía, todo ese enojo que me atravesaba se desvanecería. Pero no lo hacía. Permanecía, en cambio, como un hierro candente en medio del pecho.
“Fue decisión de Isla.”
Las palabras seguían martillándome en la cabeza. Más que la frase en sí, había sido la manera en que las pronunció: sereno, sin dudar, como si estuviera sacudiéndose de encima un peso que nunca le perteneció.
Cuando doblé en la esquina, sentí el vibrar de mi teléfono en la cartera. Dudé en sacarlo, pero al final lo hice.
Una notificación: un mensaje de Alex.
“No te alejes tanto. Solo quiero hablar.”
Lo