El amanecer llegó sin clemencia.
No era un amanecer cálido ni esperanzador, de esos que iluminan la piel con promesas de un día nuevo. Era uno gris, plomizo, que se filtraba entre las cortinas pesadas de la habitación y dibujaba sombras alargadas sobre el suelo. Un amanecer que no me ofrecía consuelo, solo el recordatorio de que había sobrevivido a otra noche en vela.
Me incorporé despacio, con el cuerpo entumecido y la garganta reseca de tanto llorar en silencio. La cama estaba revuelta, como si hubiera librado una batalla ahí dentro, una que claramente había perdido.
Me miré en el espejo de la cómoda y apenas reconocí a la mujer que me devolvía la mirada: ojos hinchados, piel pálida, cabello revuelto. No era la Isla que todos conocían, siempre firme, siempre impecable. Era solo una sombra de mí misma.
Un golpecito suave en la puerta me hizo girar.
—Señorita —la voz de Rose sonó tenue, casi maternal—. Le traje un poco de té.
La puerta se entreabrió y ella entró con una bandeja. El ar