El aire de la calle me recibió como un golpe en el rostro. Caminé sin rumbo fijo, con las lágrimas aún ardiendo y el corazón convertido en un campo de ruinas. La ciudad bullía con normalidad: coches pitando, gente entrando y saliendo de oficinas, parejas que se detenían a besarse en las esquinas. Todo seguía como si mi mundo no se hubiera desplomado hace apenas unos minutos dentro de aquel café.
Me apoyé contra una farola para recuperar el aliento, pero la respiración era un animal salvaje que se me escapaba entre sollozos. Quise marcar a mi madre, contarle todo, pero la idea de que ella sufriera otra vez me detuvo. Ya había perdido a mi padre, no podía cargarla con otra verdad tan devastadora.
—Respira, Isla —me dije en voz baja—. Respira.
Caminé hasta el auto y me encerré dentro. El silencio me golpeó más fuerte que cualquier palabra de Alejandro. Cerré los ojos, intentando ordenar la maraña de confesiones: su amor, sus miedos, su deseo reprimido, el plan de su padre, el intercambio