El amanecer me sorprendió en el sofá del salón de mi madre, con la misma ropa de la noche anterior y el cuerpo entumecido por la falta de sueño. No había cerrado los ojos. Cada vez que lo intentaba, veía el rostro de Adrián: primero desafiante, después quebrado en llanto y finalmente marchándose derrotado. Y aun así, su eco seguía en mí, como una sombra imposible de borrar.
Me incorporé despacio, sintiendo el peso de las horas en mis hombros. En la cocina, el aroma del café recién hecho me devolvió un pequeño respiro. Mi madre estaba allí, en bata, observándome con ojos cansados pero firmes.
—No has dormido nada, hija —dijo con voz suave, como quien no quiere empujar demasiado.
Negué, tomando la taza que me ofrecía.
—No podía. Todo… todo sigue dándome vueltas en la cabeza.
Ella se sentó frente a mí, con esa calma que siempre me había sostenido incluso en mis peores momentos.
—Lo escuché anoche —confesó, mirándome a los ojos—. Escuché los gritos, escuché cuando le dijiste que se fuera.