La noche caía sobre la ciudad con un manto pesado, apagando los ruidos del tráfico y dejando que la oscuridad se filtrara entre las calles vacías. Conducía de regreso a casa de mi madre con el corazón todavía latiendo con fuerza, exhausta, pero con la sensación de haber reclamado algo que me pertenecía: mi verdad.
Al llegar, el portón estaba entreabierto. Rosa no estaba en la entrada y el silencio de la casa era inquietante. Abrí la puerta principal con cautela y avancé por el vestíbulo, esperando encontrar la tranquilidad habitual.
Pero no estaba sola.
En el salón, iluminado por la luz cálida de las lámparas de mesa, había una figura que no esperaba. Un hombre de pie, inmóvil, con los hombros tensos y la mirada fija en mí. Su presencia me congeló la sangre. Reconocí su porte, su manera de moverse… pero algo no encajaba.
—Isla… —dijo, y mi corazón dio un vuelco—. Soy Adrian.
La palabra cayó sobre mí como un golpe. Adrian. Mi mente giró en espiral, tratando de procesar cada detalle, ca