El mundo se comprimió en esa imagen: Alex de pie, inmóvil, con las manos en los bolsillos del abrigo, la corbata ligeramente torcida como si hubiera pasado la noche sin dormir. La luz del mediodía le tallaba el perfil en dureza y suavidad a la vez; por un instante vi al hombre que había amado durante años, y junto a él, la sombra larga e irreversible de lo que ya no podía reparar.
Mi cuerpo respondió antes que la cabeza; un frío que no tenía nada que ver con el viento me recorrió la espalda. Quise dar media vuelta; subirme al coche otra vez y desaparecer. Quise gritar su nombre hasta vaciarme y, al mismo tiempo, no pronunciarlo jamás. Pero los pies me obedecieron en línea recta, como si la decisión estuviera escrita en la suela de mis zapatos.
Él me miró con esa mezcla de sorpresa y alivio que tantas veces me había tranquilizado. Esta vez no me calmó; me irritó. ¿Por qué su alivio tenía prioridad sobre mi ruina? ¿Cómo podía su cara pedir perdón cuando detrás de sus ojos vi la indifere