Vecka estaba sentada en medio de su cama, con las rodillas recogidas y las manos temblorosas. Se mordía las uñas sin darse cuenta, la mirada perdida en el vacío. Todo el día había tenido esa sensación punzante en el pecho, una mezcla entre rabia, vergüenza y… algo más que no quería nombrar. Desde que Binah había hablado con ella en el pórtico, sus palabras resonaban como un eco venenoso en su cabeza:
“Es un fuego que solo se apaga con el placer. Y adivina quién lo ayudó a calmarlo… yo”.
Vecka había sonreído entonces, como si nada, como si las palabras no la afectaran, pero ahora, en la soledad de su habitación, sentía el ardor en el pecho y la punzada de celos que la hacían hervir. Se decía a sí misma que no tenía derecho a reclamar nada. Que Xylos no era nada suyo. Que lo correcto era mantenerse al margen. Sin embargo, el corazón no entendía de razones.
—No soy suya —susurró al aire—. Y él tampoco es mío.
Aun así, sus pies se movieron solos. Cuando quiso darse cuenta, ya estaba e