Los tres ancianos de la manada, Thalos, Eren y Mirka estaban de pie frente al escritorio de Xylos, quien permanecía sentado con los codos apoyados sobre la mesa, la mirada ciega dirigida hacia el ventanal. Aunque sus ojos no veían, la tensión en su mandíbula revelaba que escuchaba cada respiración, cada crujir de los huesos viejos que aguardaban para hablar, Thalos fue el primero en romper el silencio.
—Se ha corrido la voz, mi señor —dijo con voz grave—. Los lobos murmuran sobre lo que ocurrió durante tu celo. Dicen que lo enfrentaste solo… y que tu luna no fue marcada.
—¿Y desde cuándo los murmullos pesan más que mis decisiones?
—Desde que esas decisiones ponen en riesgo la bendición de la diosa —intervino Mirka, la más anciana, con el rostro surcado de arrugas y los ojos aún brillantes—. El vínculo con la luna no es solo tu derecho, Xylos. Es un deber. El equilibrio de la manada depende de ti. Si la humana no es marcada, el hijo que espera puede nacer débil… o no nacer bajo la gr