Mundo ficciónIniciar sesiónLa clínica a esas horas parecía más pequeña, como si las luces fluorescentes hubieran encogido las paredes, Xylos Blackwood caminó por el pasillo con pasos que no buscaban sigilo sino efecto: cada zancada marcaba territorio, cada sombra se apartaba a su paso. La recepción apenas tuvo tiempo de balbucear un saludo antes de que pasara como una tormenta. No vino a pedir explicaciones: vino a exigirlas.
La doctora Mirren lo recibió en su despacho con la blancura de siempre, manos enguantadas, ojos que pretendían calma profesional, pero bajo esa máscara, su pecho se movía con rapidez contenida; ella había tenido semanas para temer este momento. Nadie provoca al rey alfa sin pagar un precio.
—Doctora Mirren —dijo Xylos, acercándose hasta el borde del escritorio como si ese mueble fuera una línea que pudiera cruzar—. Explíqueme cómo llegó un cachorro mío a estar dentro de una humana.
Su voz no elevó nota, no necesitó. El silencio pesó tanto que la doctora dio un paso atrás. Su respiración se volvió rápida, metálica.
—Fue un error en el laboratorio —respondió ella, con la profesionalidad marcada en la voz—. Una mezcla accidental de muestras. Lamentamos profundamente el incidente. Ya iniciamos protocolos para localizar la fuente y despedir a esa persona.
Xylos sonrió, y la sonrisa fue un cuchillo. Se inclinó, tan cerca que la doctora pudo oler su perfume: cítricos y otras esencias. Ella era una loba, y él su alfa rey.
—¿Un error? —repitió, como si la palabra fuera objeto de burla. Luego, sin aviso, cerró la mano en torno al cuello de la doctora. No lo hizo con toda la fuerza que tenía; lo hizo con la intimidación suficiente para arrancar la verdad.
El grito que escapó de Mirren fue corto, ahogado. Sus ojos se llenaron de lágrimas nerviosas, mientras el olor a miedo inundo el consultorio.
—No… no… —balbuceó—. Fue una mezcla, señor. Todo fue una mezcla… las etiquetas, el registro… yo lo revisé, lo ordené.
Xylos acercó su rostro al de ella, tan cerca que el aliento frío chocó en su piel.
—¿Mentira? —susurró.
Ella tragó, intentando recomponer la mentira que ya había ensayado demasiadas veces. —Sí. Un error en las muestras. Fue humano. Nuevo en la clínica. No hubo intención. Se lo juro.
Xylos sintió la mentira como una quemadura en la garganta. No quería juramentos; quería pruebas. Hundió la palma de su mano sobre la mesa con tal violencia que las fotos enmarcadas de la clínica vibraron y el borde del cuadro cayó al suelo con un golpe seco. Sin mirar, giró la muñeca y su puño impactó la pared: la roca y el yeso no eran rival para la furia contenida. Se abrió una grieta, un agujero amplio a centímetros del rostro de la doctora que dejó ver la estructura metálica interior. El ruido retumbó por todo el pasillo como un disparo.
Mirren jadeó, temblorosa, las manos temblando. Había marcas en su cuello donde las uñas de Xylos habían rozado pero no marcado de verdad; la dominación había sido clara.
—No le creo —dijo Xylos, la voz baja y mortal—. Si lo que dice es cierto, demostrarlo. Muéstreme los registros, las cámaras, todo. Ahora.
Ella se apresuró a buscar una carpeta, las manos expertas temblando con la adrenalina. Entregó papeles, archivos, un USB con registros y una explicación técnica demasiado técnica, Xylos no entendió la mayoría de los términos, y no quiso entender. Pasó los ojos lobunos de Magnus por los nombres, las fechas, las firmas. Había lagunas, omisiones, correos con cadenas borradas. Nada concluyente. Había suficiente desorden como para que alguien pudiera aprovechado.
—¿Quién tuvo acceso al refrigerador de muestras la semana pasada? —preguntó él.
—Varios técnicos —respondió Mirren—. Firma electrónica, auditorías… pero todo estuvo dentro de los protocolos.
Xylos apretó los dientes. Magnus, en su mente, crepitaba como una hoguera que no podía apagar.
—Lo comprobaré personalmente —murmuró.
Y sin más, soltó a la doctora, que cayó temblando hacia atrás. No le habló, no la insultó. Su silencio decía lo que cualquier palabra no podría: su paciencia había agotado su cuerda.
Abandonó la clínica con pasos rápido. La gente se apartó; algunos murmuraban en silencio. No había vanidad en su terca marcha, solo una total y fría determinación: encontrar la verdad y reclamar lo que le correspondía. Si alguien había jugado con la sangre de su manada, pagaría el precio.
(…)
La mansión en los suburbios lo recibió con su calma habitual: jardines podados, puertas que se abrían sin ruido. La estructura parecía un ser vivo que conocía cada secreto de su dueño. Xylos entró directo a su despacho, dejando que un mayordomo cerrara la puerta sin una palabra.
Su teléfono era un peso en la mesa; marcó el número de Aaron sin dudar. El beta respondió en tres tonos, la voz eficiente y cargada de lealtad.
—Aaron —dijo Xylos, sin preámbulos—. Estado de la manada.
—La manada se encuentra estable, señor —contestó Aaron—. Hemos terminado ejercicios en el sur; algunos reclutas muestran mejoras. Esperan su regreso dentro de dos días para la transformación de los nuevos. Nada fuera de lo común.
Xylos apretó los nudillos contra la mesa. Magnus no se calmaba. La idea de un heredero fuera de su dominio era una herida abierta que ardía en cada una de sus costillas.
—No pueden esperar —dijo Xylos, la voz baja—. Debes hacerte cargo de la ceremonia de los nuevos, ya sabes los protocolos.
Se oyó un leve silencio en el otro extremo. Aaron interrogó con deferencia contenida: —¿Se trata de seguridad, señor?
—Privado —replicó Xylos—. Y urgente. Mantenga la frontera cerrada. Nadie entra ni sale sin tu permiso en las próximas setenta y dos horas, no quiero que los adolescentes escapen durante la transformación.
—Sí, señor —dijo Aaron, y la respuesta fue un sello.
Cuando colgó, Xylos llamó a su guardia personal. Ordenó una investigación exhaustiva sobre la vida de Vecka Rowen. No buscaba calumnias; buscaba huecos, vulnerabilidades. ¿Había deudas? ¿Familia que necesiten dinero? ¿Amigos que la presionaran? Quería todo: registros bancarios, contactos, fotografías, historial laboral y cualquier red que pudiera usarse para persuadirla.
—Quiero puntos débiles —mandó—. Si la chica tiene miedo, lo sabremos. Si tiene orgullo, lo encontraremos. Si tiene lealtades, las doblaremos.
Su jefe de seguridad asintió, ya con las manos en el trabajo. Pero había algo que las bases de datos no incluían: el corazón de Vecka, y Xylos no sabía que ella había soñado con un hijo desde hace años, que había hecho sacrificios y renuncias a muchas cosas para conseguirlo, que el anhelo de ser madre no era un capricho sino una esencia que no se vendería por oro ni por amenazas.
Mientras la mansión volvía a su calma artificial, Magnus rugía en su interior como una bestia hambrienta, Xylos apretó la mandíbula y permitió que la furia se templara en un plan. No arrebataría ese cachorro con manos sucias si podía evitarlo. Buscaría ventajas: el tiempo, la información, la debilidad humana. Si había que comprar el silencio, lo haría; si había que forzar la custodia, lo haría. Pero también había otra verdad que lo quemaba por dentro: si aquello era realmente su sangre, no bastaría solo con recuperarlo. Querría a la madre. No por capricho, sino porque la manada reclamaba un lugar para la hembra que trajera a su hijo al mundo, pero no puede meter a una humana y hacerla, luna real.
Ordenó a su guardia que incluyera en el expediente algo más que cuentas y contactos: que observaran sus hábitos, sus amistades, la hora a la que volvía a casa, con quién hablaba por teléfono, a qué iglesia acudía, todo lo que un investigador pudiera convertir en llave. Quería que, si la necesidad lo exigía, supieran cómo tocar la fibra que la haría ceder… aunque una parte de él, oscura y contraria, dudaba que ese camino fuera posible sin arrancarle algo irreparable.
—El dinero es la clave de todo para los humanos, alfa, y ella no dudara en vender a ese cachorro en cuanto vea la gran suma que puede darle —masculló su guardia personal.
—Encuentra su punto débil —susurró Xylos—. Y dime si tiene algo que pueda romperla.







