—Sube el volumen —dijo Kian, con una sonrisa ladeada mientras golpeaba el volante al ritmo de la canción, Vecka rio, obediente, y el sonido alegre de una vieja balada llenó el interior del vehículo. Cantaban a medias, entre risas y desafinos, como si por un instante el peso de los días se disolviera. Kian le guiñó un ojo cuando ella olvidó una parte de la letra, y Vecka le devolvió el gesto, riéndose de sí misma.
—Eres pésima recordando letras —bromeó él.
—Y tú cantas como si te doliera —replicó ella entre carcajadas.
Por unos minutos, todo fue sencillo. No había empresa, ni jefes, ni obligaciones. Solo el sonido de sus voces y el viento colándose por la ventanilla abierta. Vecka giró el rostro hacia él y pensó que, en medio de todo, amaba la manera en que Kian podía hacerla reír.
—Mamá estará feliz de vernos —comentó él después, bajando un poco el volumen—. Hace semanas que pregunta por ti.
—Yo también quiero verla. Me hace bien salir un poco de la ciudad —respondió ella, acomod