27 | Ya no soy humana

El mundo no regresó a Seraphina suavemente.

No hubo un despertar lento, ni el arrullo de la consciencia volviendo a la orilla.

El mundo estalló.

Lo primero fue el sonido. Un tamborileo atronador, rítmico y profundo, que resonaba en sus oídos como un martillo de guerra golpeando contra cuero tensado. Era tan fuerte que le dolía la cabeza.

Seraphina jadeó, sus ojos abriéndose de golpe, sus pulmones aspirando aire como si hubiera estado sumergida bajo el agua durante un siglo.

El aire no era aire. Era información.

Olores la asaltaron con la violencia de un golpe físico. Olía a polvo antiguo asentado en las vigas del techo. Olía a la lluvia que había caído hacía horas, evaporándose en la tierra afuera. Olía a sangre seca, a antiséptico y, sobre todo, a un aroma que lo dominaba todo, un olor a tormenta eléctrica y a bosque nocturno que saturaba sus papilas gustativas.

Ronan.

Intentó incorporarse, pero su cuerpo se sentía extraño. No estaba débil. Al contrario, se sentía... vibrante. Como si sus venas hubieran sido reemplazadas por cables de alta tensión por los que corría un torrente de energía líquida. Las sábanas de seda negra se sentían abrasivas contra su piel, cada hilo una textura distinta.

—Estás despierta.

La voz fue un roce de grava contra terciopelo. No la oyó con sus oídos, la sintió vibrar en sus huesos.

Seraphina giró la cabeza, el movimiento demasiado rápido, demasiado nítido.

Ronan estaba sentado en el borde de la cama, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza gacha, como si estuviera soportando el peso del cielo. Cuando levantó la vista, Seraphina sintió que el aliento se le atascaba en la garganta.

El Alpha invencible, el dios de hielo y acero, parecía un hombre que había caminado descalzo por el infierno y había vuelto arrastrándose.

Su camisa negra estaba arrugada y abierta, revelando el vendaje manchado en su costado donde la plata lo había quemado. Su cabello oscuro, normalmente peinado con precisión militar, era un caos de mechones que le caían sobre la frente. Una sombra de barba de varios días oscurecía su mandíbula cincelada, dándole un aspecto salvaje y peligroso. Y sus ojos...

Sus ojos grises estaban inyectados en sangre, rodeados de sombras violáceas de agotamiento puro. Pero en el momento en que se encontraron con los de ella, el cansancio se evaporó, reemplazado por un destello de ese oro líquido que ella recordaba de sus sueños de fiebre.

El sonido de tambor que la ensordecía se aceleró.

Se dio cuenta con un sobresalto. No era su corazón.

Era el de él. Estaba oyendo el corazón de Ronan desde un metro de distancia.

—Ronan... —su propia voz sonó extraña, más profunda, con una resonancia que no reconocía.

Él se movió. Ya no era el depredador calculador, era pura desesperación. Sus manos grandes acunaron el rostro de ella, sus callosidades raspando suavemente su piel hipersensible.

—Dime algo —susurró él, su aliento mezclándose con el de ella—. Dime que eres tú. Dime que no te perdí.

El contacto fue eléctrico. Donde su piel tocaba la de ella, no había solo calor, había una transferencia. Seraphina podía sentir su miedo, una marea oscura y fría que chocaba contra la roca de su alivio.

—Estoy aquí —dijo ella, levantando una mano para tocar la muñeca de él. Podía oír la sangre corriendo bajo la piel de Ronan, un río de vida frenético—. Estoy viva.

Ronan cerró los ojos y dejó caer su frente contra la de ella, soltando un suspiro tembloroso que pareció desinflar su imponente estructura.

—Pensé que te morías. La transformación... tu cuerpo humano luchó contra ella. Gritaste durante dos días.

¿Dos días? Seraphina trató de recordar. Solo recordaba fuego. Fuego en su cuello, fuego en sus venas, y los ojos dorados de él manteniéndola anclada al mundo.

Se llevó la mano al cuello instintivamente. La piel estaba lisa. No había herida. No había costra. Solo una sensibilidad exquisita donde sus colmillos habían perforado.

—¿Qué soy? —preguntó, el pánico empezando a filtrarse a través de la extraña calma de sus nuevos sentidos—. Me siento... diferente. Todo es demasiado fuerte. La luz. El ruido. Tú.

Ronan se apartó lo suficiente para mirarla. Había una cautela nueva en su expresión, una mezcla de posesividad y temor.

—Eres fuerte —dijo él, evitando la etiqueta—. Sobreviviste a lo que debería haber matado a cualquiera. Tu sangre aceptó la mía como si la hubiera estado esperando.

Se puso de pie y le tendió la mano.

—Ven. Tienes que verlo.

Seraphina vaciló. Sus piernas se sentían extrañas. Aceptó la mano de Ronan y, de un tirón, él la puso de pie.

Casi se cayó, no por debilidad, sino por exceso de fuerza. Su cuerpo reaccionó demasiado rápido, y chocó contra el pecho de él. Ronan la atrapó, sus brazos rodeándola, su nariz hundiéndose en el hueco de su cuello, inhalando profundamente.

—Tu olor ha cambiado —murmuró contra su piel, enviando escalofríos por su columna—. Ya no hueles a miedo. Hueles a bosque. Hueles a mí.

La guió hacia el gran espejo de cuerpo entero que estaba en la esquina de la habitación, el mismo espejo que había reflejado su miseria días atrás.

Seraphina caminó hacia él, sintiendo la alfombra bajo sus pies descalzos con una claridad absurda. Se detuvo frente al cristal.

La mujer que le devolvió la mirada era ella, pero no lo era.

Su piel, antes pálida y enfermiza por el estrés, ahora brillaba con una salud luminosa, casi perlada. Su cabello cobrizo caía en ondas más gruesas y salvajes sobre sus hombros. Sus labios estaban rojos, llenos de sangre.

Pero fueron sus ojos los que le robaron el aliento y la hicieron retroceder un paso, chocando contra Ronan.

Su ojo izquierdo seguía siendo de ese verde musgo suave, el color de los bosques en verano, el último vestigio de su humanidad.

Pero su ojo derecho había desaparecido.

En su lugar, un orbe de oro fundido y brillante la miraba fijamente. El ojo del lobo. El ojo de Ronan.

—Heterocromía —susurró Ronan detrás de ella, su voz llena de un asombro oscuro—. La marca de los convertidos que sobreviven al borde de la muerte.

Seraphina se tocó el rostro, mirando esa mirada dividida. Mitad humana, mitad bestia. Una abominación hermosa y aterradora.

—Ya no soy humana —susurró, el horror y el poder mezclándose en su pecho.

—No —dijo Ronan, envolviéndola desde atrás, sus ojos grises encontrando la mirada bicolor de ella en el espejo con una intensidad feroz—. Eres algo nuevo. Algo que este mundo no ha visto en siglos.

Apretó su agarre, posesivo y absoluto.

—Y eres mía.

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