26 | No te dejaré morir

El olor a carne quemada llenó la biblioteca, un aroma acre y metálico que revolvió el estómago de Seraphina. Ronan estaba de rodillas, con la cabeza gacha, su respiración convertida en jadeos agónicos. La daga de plata brillaba en su costado como una burla, enterrada hasta la empuñadura, silenciando al hombre que parecía invencible.

—Ronan... —gimió Seraphina, extendiendo una mano temblorosa hacia él.

El dolor de él la golpeó a través del vínculo invisible. No fue una punzada; fue un tsunami. Sintió el fuego del metal sagrado quemando sus entrañas, el frío de la debilidad invadiendo sus músculos de acero. Él estaba muriendo. Y Gabriel, de pie sobre él con una sonrisa de suficiencia, levantó su bota para patear al Alpha caído en el pecho.

Ronan cayó hacia atrás, su espalda golpeando el suelo con un ruido sordo.

—Mira a tu salvador —se burló Gabriel, girándose hacia Seraphina con los ojos oscuros brillando de malicia—. Roto. Vencido. Y todo por ti.

Gabriel levantó una segunda daga, dispuesto a terminar el trabajo, a cortar la garganta del león herido.

El terror de Seraphina mutó. El miedo por su propia vida desapareció, consumido por una desesperación absoluta por la de él.

«No. No puede morir. No por mí»

Un calor, diferente a la fiebre y al veneno, nació en su plexo solar. Era el mismo fuego que había sentido en el pasillo con Isabelle, pero esta vez era un incendio forestal, alimentado por el pánico y el amor. Vibró en sus huesos, buscando una salida.

—¡NO!

El grito salió de su garganta, pero no fue solo sonido.

Fué una onda de choque.

Una explosión de energía pura, translúcida y distorsionada, estalló desde su cuerpo. El aire de la biblioteca se comprimió y se expandió violentamente. Los libros salieron volando de los estantes en un tornado de papel.

La onda golpeó a Gabriel en el pecho como un ariete invisible.

El Alpha rival fue levantado del suelo y lanzado hacia atrás, volando a través de la habitación hasta estrellarse contra la chimenea de piedra con un crujido de huesos que resonó sobre el caos.

El silencio cayó por un segundo. Gabriel quedó tendido entre las cenizas, aturdido. Ronan, aún en el suelo, levantó la cabeza, sus ojos dorados y vidriosos fijos en Seraphina con asombro.

—¿Qué...? —jadeó Isabelle, protegiéndose la cara.

La rubia miró a Gabriel caído, luego a Seraphina, que jadeaba en el sofá, con las manos brillando débilmente. El miedo en los ojos de Isabelle fue reemplazado instantáneamente por un odio fanático.

—¡BRUJA! —chilló Isabelle, su voz aguda y quebrada—. ¡Eres una abominación!

Isabelle no fue a ayudar a Gabriel. Se lanzó hacia Seraphina.

Ronan intentó moverse, intentó rugir, pero la plata en su costado lo clavaba al suelo.

—¡NO! —bramó él, extendiendo una mano inútil.

Fue demasiado tarde.

Isabelle llegó al sofá. En su mano brillaba un estilete fino, una aguja de plata larga y cruel.

—Muere, monstruo —siseó.

Y hundió el acero en el pecho de Seraphina, justo debajo del corazón.

El mundo de Seraphina se volvió blanco. El dolor fue agudo, frío y absoluto, eclipsando incluso el veneno que ya corría por sus venas. Sintió el metal atravesar tejido, robarle el aire, robarle la vida.

Isabelle arrancó el estilete con una risa salvaje y retrocedió.

Seraphina se desplomó contra los cojines de cuero, la sangre brotando caliente y roja, manchando el gris de su vestido y las manos de Ronan que intentaban alcanzarla.

La vio caer.

Algo se rompió dentro de Ronan.

No fue el vínculo. Fue su humanidad.

El grito que salió de su garganta no pertenecía a este mundo. Fue un sonido de pura devastación, el lamento de un dios que ve su universo colapsar.

Ignorando la daga en su propio costado, ignorando la plata que quemaba su carne, Ronan se puso de pie.

Sus ojos sangraban oro. Sus músculos se hincharon, rasgando lo que quedaba de su ropa.

Gabriel, intentando levantarse de las cenizas, vio lo que venía. Y por primera vez, tuvo miedo.

Ronan no atacó, se convirtió en la muerte.

Se lanzó sobre Gabriel con una velocidad que desdibujó el aire. Sus garras destriparon el traje del Alpha rival, buscando órganos, buscando vida. Gabriel gritó, logrando rodar y escapar por la ventana rota, sangrando profusamente, huyendo del demonio que había despertado.

Isabelle, viendo a su nuevo protector huir y al monstruo girarse hacia ella, soltó un chillido de terror y corrió tras Gabriel, saltando hacia la noche, abandonando su victoria.

La biblioteca quedó en silencio, salvo por el sonido de la respiración rasposa de Seraphina.

La furia berserker de Ronan se evaporó en el instante en que sus enemigos desaparecieron. Se giró, tambaleándose, su mano presionando su propia herida sangrante.

Cayó de rodillas junto al sofá.

—No... no, no, no... —Su voz era un susurro roto, sus manos grandes y manchadas de sangre flotando sobre el cuerpo de ella, temiendo tocarla y romperla más.

Seraphina lo miró. Su visión se estaba oscureciendo, un túnel negro cerrándose a su alrededor. Tenía frío. Tanto frío.

—Ronan... —susurró, la sangre burbujeando en sus labios.

—Shhh, no hables. —Él presionó sus manos sobre la herida de su pecho, tratando desesperadamente de detener el flujo de vida que se le escapaba. Sus ojos dorados estaban llenos de lágrimas que no derramaba—. Te tengo. Te tengo.

—Duele...

—Lo sé, mi amor, lo sé. —Él ahogó un sollozo. El veneno y la plata. Era demasiado. Su corazón humano estaba fallando. Podía oír cómo los latidos de ella se volvían erráticos, lentos.

Se estaba yendo. El vínculo se estaba deshilachando, volviéndose fino como una telaraña.

—No te vas a ir —gruñó él, una orden desesperada a la muerte misma—. No te permito que me dejes.

La miró. Pálida, rota, muriendo por su guerra. Era su culpa. Y solo había una forma de salvarla. Una forma prohibida, peligrosa, que la cambiaría para siempre o la mataría en el acto.

No había elección.

Ronan se inclinó sobre ella. Sus ojos de oro líquido ardían con una determinación aterradora. Apartó el cabello cobrizo de su cuello, exponiendo la piel pálida donde su marca humana ya estaba desvaneciéndose.

—Perdóname —susurró contra su piel fría.

Abrió la boca, sus colmillos alargándose, afilados y blancos, brillando a la luz de la luna.

Seraphina sintió su aliento caliente. Quiso decirle que estaba bien, que no tenía miedo, pero la oscuridad ya la estaba reclamando.

Ronan ahuecó su rostro con una mano, obligándola a exponer la garganta.

—No te dejaré morir —rugió, su voz una promesa y una maldición.

Y hundió sus colmillos profundamente en la vena principal de su cuello.

El dolor fue una explosión de supernova. No fue muerte; fue fuego. Fuego líquido, antiguo y salvaje, que se vertió desde él hacia ella, quemando el veneno, quemando la debilidad humana, reescribiendo cada célula de su cuerpo.

Seraphina arqueó la espalda, un grito silencioso atrapado en su garganta mientras la esencia del Alpha inundaba su ser.

Lo último que vio fueron los ojos dorados de Ronan, feroces y llenos de lágrimas, mirándola mientras la arrastraba de vuelta del abismo para atarla a él por toda la eternidad.

Luego, la oscuridad absoluta la tragó.

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