Mundo ficciónIniciar sesiónEl aullido de la sirena era un taladro en el cerebro de Seraphina, pero incluso ese sonido ensordecedor parecía distante, amortiguado por el hielo negro que se extendía por sus venas. El veneno de plata era un invierno eterno, paralizando sus pulmones, convirtiendo su sangre en granizo.
Lo único que sentía con claridad era el calor de Ronan. Él la sostenía contra su pecho, su corazón golpeando contra la oreja de ella como un martillo de guerra. Isabelle los miraba, triunfante, esperando que el Alpha soltara su carga inútil y corriera a la batalla. Caleb esperaba órdenes en la puerta, pálido. Ronan tomó su decisión en un latido. No miró a Isabelle. No miró hacia la guerra que estallaba fuera. —Caleb —rugió Ronan, su voz sobreponiéndose a la sirena—. Toma el mando de la defensa. Protege el ala este. —Pero Alpha... ¡te necesitan! —gritó Caleb. —¡Es una orden! Ronan se giró, dándole la espalda a su prometida y a su deber. Apretó a Seraphina contra sí, como si pudiera fundirla en su propia carne y salvarla con pura fuerza de voluntad. —Tú no mueres hoy —le gruñó al oído, corriendo hacia la puerta. —Ronan... tu manada... —susurró Seraphina, las palabras arrastrándose dolorosamente por su garganta congelada. —¡Al diablo la manada! Salió al pasillo como un ariete. El caos reinaba. Guardias corrían, los cristales de las ventanas estallaban bajo el asalto de sombras rápidas y letales que saltaban desde el jardín. Lobos invasores. El olor a sangre fresca y pólvora ya manchaba el aire. Ronan no se detuvo a pelear. Corrió con una velocidad inhumana, esquivando escombros, protegiendo la cabeza de Seraphina con su mano. Su destino no era la salida. Era el corazón de la fortaleza. La biblioteca. Llegó a las puertas dobles de roble y las abrió de una patada, cerrándolas tras de sí y echando el pesado cerrojo de hierro. Arrastró un escritorio macizo frente a la entrada con un solo empujón de fuerza bruta, creando una barricada. El silencio relativo de la habitación cayó sobre ellos. Ronan depositó a Seraphina en el sofá de cuero frente a la chimenea apagada. Sus manos, manchadas con la sangre de ella y de otros, temblaban mientras apartaba el cabello de su frente sudorosa. —Mírame, Seraphina. Quédate conmigo. Ella intentó enfocar la vista. Él era una mancha borrosa de oscuridad y oro. —Hace frío... —murmuró, sus dientes castañeteando. Ronan maldijo y comenzó a arrancar las cortinas de terciopelo para cubrirla, pero se detuvo en seco. La barricada de la puerta no se movió. Simplemente... estalló. La madera de roble se astilló hacia adentro con un estruendo ensordecedor. Ronan se giró en un borrón de movimiento, poniéndose frente a Seraphina, sus garras extendiéndose instantáneamente, un escudo vivo entre ella y la amenaza. Entre el polvo y las astillas, una figura emergió. Gabriel. El Alpha rival entró en la biblioteca con la arrogancia de un rey que viene a reclamar su trono. Su traje estaba manchado de sangre, pero su sonrisa era blanca y perfecta. —Hola, viejo amigo —dijo Gabriel, limpiándose una mota de polvo de la solapa—. Te dije que sabía dónde morder para que te doliera. Ronan soltó un rugido que hizo vibrar los libros en los estantes. Se preparó para saltar, para despedazarlo. Pero Gabriel no estaba solo. Una figura esbelta entró detrás de él, caminando sobre los restos de la puerta con tacones altos. Isabelle. Pero no estaba siendo arrastrada como prisionera. Caminaba al lado de Gabriel, hombro con hombro. No había miedo en su rostro. Había complicidad. Ronan se quedó helado, su cerebro luchando por procesar la imagen. —¿Isabelle? —Su voz fue un gruñido de incredulidad. Isabelle miró a Ronan, y luego a la mujer moribunda detrás de él. Su expresión era de puro desprecio. —Lo siento, Ronan —dijo ella, aunque su tono carecía de cualquier disculpa—. No podía dejar que destruyeras nuestro legado por una mascota humana. Eras débil. Estabas comprometido. Se acercó a Gabriel, y el Alpha rival pasó un brazo posesivo alrededor de su cintura. La traición fue física, obscena. —Hice un trato mejor —continuó Isabelle, acariciando el pecho de Gabriel—. Una unión real. Sin debilidades humanas. Gabriel tomará tu territorio, y yo seré su Luna. La comprensión golpeó a Ronan con la fuerza de un tren. Ella había abierto las puertas. Ella había dejado entrar al enemigo. —Traidora —escupió Ronan. —Ella te distrajo —dijo Gabriel, sonriendo mientras sacaba algo de su cinturón. Una daga larga, curva, que brillaba con un resplandor letal y pálido. Plata pura—. Y funcionó de maravilla. Mira cómo la proteges. Patético. Gabriel se lanzó al ataque. Fue demasiado rápido. Ronan, distraído por la traición y anclado en su posición para proteger a Seraphina, reaccionó una fracción de segundo tarde. Bloqueó el primer golpe de Gabriel, pero el Alpha rival no iba a por su garganta. Iba a por Seraphina. Gabriel fintó, lanzando un zarpazo hacia el sofá. —¡NO! Ronan se giró, exponiendo su costado para cubrir el cuerpo de ella con el suyo. Fue un acto de amor suicida. El sonido de la carne rasgándose fue húmedo y terrible. Gabriel hundió la daga de plata hasta la empuñadura en el costado de Ronan, justo debajo de las costillas. El aire abandonó los pulmones de Ronan en un jadeo agónico. El olor a carne quemada —la reacción de la plata contra la sangre de Alpha— llenó la habitación al instante. Ronan cayó de rodillas, su peso colapsando contra el sofá, justo al lado de la cabeza de Seraphina. Su sangre caliente y oscura brotó, manchando el vestido gris de ella, mezclándose con el veneno que la mataba. —¡Ronan! —gritó Seraphina, un sonido débil y desgarrado. Gabriel retrocedió, riendo, dejando la daga clavada en el cuerpo de su enemigo. —Jaque mate —susurró el invasor.






