21 | Huelo tu deseo

El sueño fue una ilusión fugaz. Seraphina yació en la inmensidad de la cama del Alpha, envuelta en sábanas de seda negra que se sentían como agua fresca contra su piel afiebrada, pero su mente se negaba a apagarse.

Cada vez que cerraba los ojos, veía la sangre de Liam en el mármol. Veía las garras de Ronan. Veía el fuego saliendo de sus propias manos.

Pero lo que realmente le impedía dormir no eran las pesadillas. Era él.

Ronan no se había movido del sillón de cuero. Permanecía allí, una sombra esculpida en la penumbra, con las piernas largas estiradas y los brazos cruzados sobre su pecho desnudo.

Su quietud era absoluta, antinatural, la paciencia de una gárgola de piedra vigilando desde una catedral gótica. Pero Seraphina podía sentir el peso de su mirada dorada. Incluso en la oscuridad, sentía cómo sus ojos recorrían la curva de su espalda bajo las sábanas, pesados, calientes y territoriales.

El aire en la habitación estaba cargado, vibrando con una estática silenciosa que hacía que la piel de Seraphina hormigueara. El olor a pino, cuero y a la esencia masculina y oscura de Ronan saturaba cada bocanada de aire que tomaba, embriagándola, manteniéndola en un estado de alerta máxima.

No podía soportarlo más.

La necesidad de moverse, de romper esa tensión asfixiante, la impulsó. Se sentó en la cama, la seda deslizándose por sus hombros. El vestido gris, rasgado y manchado, se sentía como una segunda piel sucia.

Ronan no se movió, pero la intensidad en la habitación se disparó.

Seraphina bajó los pies al suelo, la alfombra gruesa amortiguando sus pasos. Necesitaba agua. Necesitaba lavarse la cara. Necesitaba un segundo lejos de esos ojos que veían demasiado.

Caminó hacia el baño de la suite, consciente de cada paso, consciente de que tenía que pasar directamente frente a él.

Al cruzar su línea de visión, sintió que él giraba la cabeza lentamente. No la miró a la cara. Sintió su mirada bajar por sus piernas desnudas, subir por sus caderas, detenerse en el desgarro del vestido que revelaba su hombro pálido. Era un toque fantasma, una caricia visual que la hizo estremecerse visiblemente.

Entró en el baño y cerró la puerta, apoyándose contra la madera fría, jadeando como si hubiera corrido una maratón. Se miró en el espejo. Sus ojos verdes estaban brillantes y febriles, sus labios hinchados por su beso. Y en su cuello, la marca de su mordida florecía en un hematoma oscuro y posesivo.

—Estás loca —se susurró a sí misma, tocando la marca con dedos temblorosos—. Él es el enemigo.

Se echó agua fría en la cara, intentando apagar el fuego que ardía bajo su piel, pero fue inútil. El fuego venía de dentro.

Cuando abrió la puerta para salir, la habitación había cambiado.

El sillón estaba vacío.

Seraphina se detuvo, el pánico arañando su garganta. ¿Se había ido?

—No pudiste dormir.

La voz grave, un retumbar de barítono que vibró en el suelo, vino desde la ventana.

Ronan estaba allí, de pie frente al enorme ventanal de vidrio, dándole la espalda. La luz de la luna delineaba su figura imponente, resaltando la anchura inhumana de sus hombros y la forma en que su espalda se estrechaba hacia una cintura fuerte. Las cicatrices en su piel parecían ríos de plata bajo la luz lunar.

Estaba mirando hacia el bosque, con las manos apoyadas en el marco de la ventana, sus nudillos blancos por la presión.

—Yo tampoco —añadió, sin girarse.

Seraphina se acercó lentamente, atraída hacia él como una marea hacia la luna. Se detuvo a unos metros de su espalda desnuda, sintiendo el calor que irradiaba de él.

—Estás tenso —dijo ella, una observación estúpida, pero el silencio era insoportable.

Ronan soltó una risa seca, sin humor.

—Hay un lobo dentro de mí que quiere salir a cazar al bastardo que entró en mi jardín —dijo, su voz bajando a un susurro peligroso—. Y hay un hombre que está encerrado en una habitación con la única cosa que no debería querer, oliendo su miedo, oliendo su deseo.

Se giró lentamente.

El impacto de su torso desnudo de frente fue devastador. La luz jugaba con los planos duros de sus abdominales, con la línea de vello oscuro que desaparecía en sus pantalones. Pero fueron sus ojos los que la atraparon. El oro se había atenuado ligeramente, mezclándose con el gris tormentoso, creando un color de metal fundido y volátil.

—Vuelve a la cama, Seraphina —advirtió, pero no se movió para detenerla cuando ella dio un paso más.

—¿Por qué me proteges? —preguntó ella, la pregunta que la había estado atormentando—. Si no soy nada. Si soy una debilidad. ¿Por qué estás aquí, vigilando mi sueño, en lugar de estar con tu prometida?

Ronan la miró, su mandíbula cincelada apretándose. Dio un paso hacia ella, invadiendo su espacio, obligándola a inclinar la cabeza hacia atrás.

—Porque eres mía —gruñó, la verdad arrancada de él con violencia—. No importa el pacto. No importa el anillo. Mi maldito instinto no entiende de política. Te ve a ti, herida y asustada, y quiere quemar el mundo para mantenerte a salvo.

Levantó una mano, sus dedos callosos rozando la línea de su mandíbula, un toque tan ligero que casi dolió.

—Y eso me aterroriza más que cualquier guerra.

Estaban al borde del precipicio de nuevo. La tensión era un cable tensado a punto de romperse. Seraphina se inclinó hacia su mano, sus ojos cerrándose...

El sonido de puños golpeando la madera de la puerta principal resonó como cañonazos, rompiendo la atmósfera íntima en mil pedazos.

Ronan se tensó, su mano se congeló en la mejilla de ella antes de retirarse bruscamente, la máscara de Alpha cayendo sobre su rostro en una fracción de segundo. El oro de sus ojos se enfrió hasta convertirse en acero.

—¡Ronan!

La voz de Isabelle se filtró a través de la madera, no seductora, sino estridente y cargada de una urgencia frenética.

—¡Abre la maldita puerta! ¡Es tu padre!

Ronan maldijo por lo bajo, un sonido visceral. Se giró hacia la puerta, su cuerpo cambiando de amante torturado a guerrero en un instante.

—¡Lord Marcus está aquí! —gritó Isabelle, su voz llena de un triunfo venenoso—. ¡Y ha traído a la Guardia de Élite! ¡Exige que salgas ahora mismo!

Ronan miró a Seraphina una última vez, y en sus ojos grises, ella vio algo que la heló hasta los huesos. No era ira. Era resignación. El mundo exterior acababa de derribar las puertas de su refugio.

—Quédate aquí —ordenó él, caminando hacia la puerta para enfrentar su juicio.

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