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19 | No te vas de mi lado

La oscuridad se tragó a Gabriel como si nunca hubiera existido, dejando tras de sí un silencio que zumbaba en los oídos de Seraphina. El jardín, antes un refugio, ahora se sentía como el cráter de una explosión. El olor metálico de la sangre del Alpha rival manchaba el aire nocturno, mezclándose con la tormenta de ozono que irradiaba el hombre que estaba de pie frente a ella.

Ronan permaneció inmóvil un segundo eterno, su pecho desnudo y marcado por cicatrices subiendo y bajando en espasmos violentos. Sus manos seguían siendo garras, curvas y letales, goteando una tensión que prometía violencia.

Lentamente, se giró.

Seraphina contuvo el aliento, encogiéndose contra el banco de piedra. El monstruo se volvió hacia ella. Sus ojos ya no tenían iris ni pupila, eran dos pozos de oro fundido, brillantes y terribles en la oscuridad. No había reconocimiento humano en ellos, solo un instinto puro y abrasador.

Dio un paso hacia ella. Y otro.

Seraphina quiso retroceder, pero sus piernas no le respondieron. Estaba paralizada por el terror y por una fascinación oscura que le impedía apartar la mirada de la magnífica bestia en la que se había convertido.

Ronan se agachó frente a ella, invadiendo su espacio con una ola de calor corporal que la golpeó como un horno.

Sus manos se dispararon hacia ella.

Seraphina cerró los ojos, esperando el dolor, esperando que esas garras negras le arrancaran la vida como castigo por su desobediencia.

Oyó el sonido de tela rasgándose.

Abrió los ojos de golpe.

Ronan no la había herido. Sus garras habían enganchado la lana basta y manchada de vino de su vestido gris, rasgándola en el hombro como si fuera papel de seda. Pero las puntas afiladas como navajas se detuvieron a un milímetro de su piel. Ni un rasguño. Ni una marca roja.

Su toque, a pesar de las garras, fue una inspección frenética. Sus manos grandes recorrieron sus brazos, sus hombros, su rostro, buscando sangre, buscando daño.

—¿Te tocó? —su voz era un gruñido irreconocible, una vibración que resonó en el pecho de ella—. ¿Estás herida?

La preocupación en su tono era tan cruda, tan desesperada, que rompió el miedo de Seraphina. El Alpha que había estado dispuesto a matar hace un segundo ahora estaba temblando, no de ira, sino de terror a que ella estuviera lastimada.

—No... —susurró ella, mirando las garras negras que descansaban con una delicadeza imposible sobre sus brazos—. Estoy bien. Él solo... me agarró.

Ronan soltó un suspiro tembloroso y cerró los ojos un momento. Cuando los abrió, el oro seguía allí, pero la locura asesina había retrocedido un poco.

—Dijo... —Seraphina tragó saliva, su mente volviendo a las palabras de Gabriel—. Dijo algo sobre una profecía. Dijo que yo era tu debilidad.

El cuerpo de Ronan se tensó de nuevo, volviéndose piedra bajo sus manos.

—No escuches las mentiras de un cadáver —gruñó.

—Pero él sabía... sabía lo que soy para ti. Dijo que los rumores eran ciertos. Ronan, ¿qué profecía?

—¡No importa! —cortó él, su voz un latigazo.

Antes de que ella pudiera presionar más, Ronan se movió. Pasó un brazo por debajo de sus rodillas y otro por su espalda, levantándola del suelo como si no pesara más que una pluma. Seraphina se aferró instintivamente a su cuello desnudo, su piel fría contra el fuego de la de él.

—Te sacaré de aquí.

Caminó hacia la mansión, ignorando el hecho de que estaba medio desnudo, transformado parcialmente y cubierto de la sangre de su enemigo.

Cuando entraron de nuevo en el salón de baile, el caos estalló.

La música se había detenido. Los invitados se agolpaban, murmurando, asustados por el rugido que había sacudido los cristales. Al ver a su anfitrión entrar de esa manera, cargando a la sirvienta manchada de vino, con garras en las manos y ojos de demonio, un grito colectivo recorrió la sala. Se apartaron, abriendo un camino amplio, mirándolos con una mezcla de horror y reverencia.

—¡Ronan!

Isabelle se abrió paso entre la multitud, su vestido blanco inmaculado brillando como un faro de falsa pureza. Su rostro estaba pálido, sus ojos muy abiertos al ver el estado de él.

—¡Era Gabriel! —gritó ella, corriendo para interceptarlos—. ¡Los guardias lo vieron huir! ¡¿Qué pasó?! ¡Te dije que ella era un peligro! ¡Te dije que atraería la desgracia!

Se paró frente a él, bloqueando su camino, exigiendo su atención, exigiendo su lugar como compañera.

—¡Bájala! —ordenó Isabelle, señalando a Seraphina con desprecio—. ¡Estás haciendo un espectáculo! ¡Los invitados están mirando! ¡Entrégala a seguridad y explícame qué demonios...!

Ronan no se detuvo. Ni siquiera redujo el paso.

Simplemente la atravesó.

No la golpeó, pero su hombro chocó con el de ella con la fuerza suficiente para hacerla tambalearse hacia un lado, fuera de su camino. No la miró. No le habló. Sus ojos dorados estaban fijos al frente, hacia la gran escalinata, y sus brazos se apretaron posesivamente alrededor de Seraphina, acercándola más a su pecho, protegiéndola de la mirada de su prometida.

El desaire fue público, brutal y absoluto. Isabelle se quedó boquiabierta, humillada frente a toda la élite de la manada, viendo cómo el hombre que iba a ser su esposo la ignoraba por completo para llevarse a la "nada" humana en brazos.

Seraphina apoyó la cabeza en el hombro de Ronan, sintiendo el latido furioso de su corazón contra su oreja. No podía mirar a Isabelle. No podía mirar a nadie.

Ronan subió las escaleras de dos en dos. No giró hacia el pasillo de servicio. No fue hacia la enfermería.

Siguió subiendo. Hacia el ala este. El ala prohibida.

Llegó al final del pasillo, frente a una puerta doble de madera oscura tallada con lobos. No tenía una mano libre para abrirla.

No le importó.

Levantó la pierna y pateó la puerta justo debajo de la cerradura. La madera crujió y cedió, las puertas abriéndose de golpe con un estruendo que resonó en el pasillo vacío.

Entró en la habitación. Era enorme, oscura, impregnada con su olor a pino, cuero y tormenta. Una cama inmensa dominaba el centro.

Ronan cruzó la habitación y, con un movimiento que fue sorprendentemente cuidadoso, casi reverente, dejó caer a Seraphina sobre el edredón de seda negra.

Ella rebotó suavemente, mirándolo con ojos grandes y asustados. Estaba en su cama. En el nido del Alpha.

Ronan se giró y caminó hacia la puerta destrozada. Se paró en el umbral, llenando el marco con su inmensidad, bloqueando la única salida. Sus garras empezaron a retraerse lentamente, dolorosamente, pero sus ojos seguían siendo de oro puro.

Isabelle apareció en el pasillo, jadeando por la carrera, su rostro contorsionado por una máscara de odio asesino que prometía una venganza sangrienta.

Ronan la miró, y luego miró a Seraphina, acostada en sus sábanas.

—No te vas de mi lado —gruñó, su voz una sentencia final que cerró el mundo exterior—. Nunca.

Cerró las puertas rotas en la cara de Isabelle, dejándolas caer con un golpe sordo, y echó el cerrojo manual, encerrándose con su prisionera, su debilidad y su obsesión.

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