5

Habían pasado varios días desde la última gala benéfica que Don Guillermo organizó. El trato con Adrián Varela se había cerrado, y ahora podían expandirse en Argentina.

Hoy la mansión estaba llena de luces, el Grupo Torres ofrecía una recepción para celebrar la apertura de una nueva sede internacional, y los salones principales se cubrieron de flores, copas de cristal y una colección de invitados que brillaban como joyas; Sofía, como siempre, fue la anfitriona perfecta. Maquillada con precisión, vestida con un diseño exclusivo, caminaba entre los empresarios y socialités con una sonrisa delicada, como si su vida no fuera un puñado de cristales rotos.

Nicolás llegó más tarde, como acostumbraba, con el brazo enlazado a la cintura de Martina.

Sofía los vio desde el otro extremo del salón, y la rabia empezó a hervir su sangre. Martina llevaba un vestido escarlata, casi provocador, y caminaba con un aire de victoria. Sofía no dijo nada, había aprendido a tragarse las náuseas y a quedarse callada, dejando que la indiferencia sea su arma.

Los invitados empezaron a cuchichear, algunos fingieron no ver, y otros simplemente observaban la escena con morbosa fascinación. Ella, la esposa legítima; la otra, la amante pública, y él, el heredero del imperio, impune, arrogante, cruel.

—Se ve hermosa esta noche —susurró una voz masculina junto a ella.

Sofía parpadeó y giró suavemente el rostro. Adrián la observaba con una copa de vino en la mano, el traje perfectamente ajustado y una expresión que no encajaba con el resto de los hombres en esa sala. No era lujuria ni condescendencia, era mera curiosidad y algo más cercano al respeto.

—Gracias —murmuró Sofía, bajando la mirada.

—¿Todo bien? —preguntó con una suavidad inusual.

Ella asintió, sin responder.

—Me disculpo si parezco entrometido —continuó él—. Solo que noto en sus ojos un inmenso dolor.

Sofía apretó los labios, no sabía qué le dolía más; que alguien finalmente lo notara o que lo dijera en voz alta.

—Estoy bien, de verdad —respondió con una sonrisa hueca—. Solo cansada.

Adrián inclinó la cabeza con cortesía, no quería incomodarla por lo que no insistió, pero tampoco se alejó; sino que permaneció allí, a su lado, como un faro silencioso.

~~~

Pasadas las diez, Nicolás tomó el micrófono para ofrecer un discurso. El salón se silenció, las copas tintinearon suavemente, y él subió al estrado con esa seguridad que solo tienen los hombres que nunca han sido puestos en su lugar.

—Esta expansión no sería posible sin el compromiso de cada uno de ustedes —dijo—. Pero también quiero agradecer a una persona muy especial. A la mujer que ha estado a mi lado en todo este proceso, que me ha apoyado sin condiciones, que representa lo que significa creer en un proyecto, Martina.

El salón se congeló.

Sofía sintió cómo el aire se le escapaba del pecho, y la copa tembló entre sus dedos. Algunos presentes la miraron, incómodos; otros decidieron apartar la vista, incapaces de soportar la vergüenza ajena.

Martina sonreía mientras subía al escenario, Nicolás la abrazó por la cintura y le dio un beso en la mejilla, que rozó peligrosamente la comisura de sus labios.

Sofía no reaccionó, no derramó una lágrima, y tampoco huyó. Se quedó de pie allí, inmóvil, sosteniéndose del borde de la mesa más cercana como si el suelo estuviera a punto de tragársela, y Adrián, desde un metro de distancia, la observó entera, pero al mismo tiempo rota.

Cuando la velada terminó y los invitados se fueron, Sofía subió las escaleras sin decir palabra. Entró a su habitación y cerró la puerta sin encender la luz, se sentó en el borde de la cama, con el vestido aún puesto, las manos sobre el regazo, y los ojos fijos en la nada intentando procesar todo.

Pasaron los minutos, luego una hora, hasta que la puerta se abrió sin que ella la escuchara.

—Así que no piensas decir nada, ¿eh? —La voz de Nicolás rompió el silencio como un disparo—. ¿Ni siquiera después de eso? ¿Después de verla a ella a mi lado en público? ¿Después de que todos supieran que tu lugar es solo decorativo?

Sofía giró lentamente la cabeza hacia él, y lo miró sin expresión alguna, empezaba a sentirse cansada.

—¿Qué quieres que diga?

—No lo sé —contestó él, cruzando los brazos—. Una escena, una súplica, una amenaza de divorcio; algo, pero sigues ahí, callada como siempre.

—¿Te molesta que no llore? —susurró—. Porque ya no me quedan lágrimas, Nicolás, ya no.

Él frunció el ceño, algo en la voz de Sofía lo desconcertó.

—Esto es lo que acordamos —replicó, más bajo—. Lo sabías desde el principio.

—Sí —asintió—. Lo sabía, pero no sabía que me iba a doler tanto.

Con esas palabras, se levantó, pasó de largo sin mirarlo y se encerró en el baño. Dejando a Nicolás en el medio de la habitación.

°°°

A la mañana siguiente, durante el desayuno, el ambiente estaba tenso. El personal servía en silencio, sin atreverse a comentar lo ocurrido la noche anterior. Nicolás leía su tablet como si nada hubiera pasado, volviendo a ignorar los sentimientos de su esposa.

Adrián apareció sorpresivamente, había ido a dejar unos documentos firmados por Don Guillermo para ya poder empezar con la expansión.

—Buenos días —saludó—. Disculpen la interrupción.

Sofía lo miró. Su rostro, apenas maquillado, mostraba las ojeras de una noche sin sueño, pero algo en su mirada era distinto, una pequeña chispa leve.

—¿Gustás un café? —preguntó ella, como si necesitara aferrarse a cualquier acto de amabilidad.

Adrián aceptó y se sentó a su lado; Nicolás no lo miró, pero apretó el periódico con fuerza.

Hablaron de negocios durante unos minutos, luego, cuando Nicolás se levantó para contestar una llamada, Adrián inclinó levemente la cabeza hacia ella.

—No deje que la apaguen —dijo con voz suave—. Usted no nació para eso.

Sofía parpadeó, fue una frase simple, pero era la primera vez en meses que alguien le recordaba que no era invisible.

Esa noche, Nicolás no regresó, algo que ya la tenía acostumbrada, por lo que bajó a la cocina cerca de las once, buscando un vaso de agua. Caminaba descalza, con una bata ligera, siendo acompañada por el espeso silencio del lugar; sin embargo, al girar por el pasillo, escuchó un ruido suave.

La puerta del salón estaba entreabierta, justo allí, entre las sombras, vio las siluetas. Nicolás, recostado en el sofá con Martina sobre él; Sofía no se acercó, no hizo una escena, solo retrocedió, paso a paso, hasta que su espalda chocó con la pared del pasillo. Apoyó la frente contra la madera, cerró los ojos, y respiró mientras intentaba olvidar el sonido de los besos húmedos, las risas y la ropa que estaba tirada sobre el suelo.

No obstante, mientras el dolor la ahogaba, una imagen cruzó por su mente, junto con esa inolvidable voz.

“No deje que la apaguen.”

Adrián no la conocía, pero esas palabras, tan sencillas, se pegaron a su piel como un bálsamo imposible. Es entonces, en medio del infierno, que Sofía se permitió imaginar que tal vez aún quedaba una parte de ella viva.

Se giró sobre sus talones y volvió a su habitación, cerró la puerta detrás de sí y fue directo hacia la cama en donde se acostó. Mañana sería un día completamente diferente.

°°°

La mansión despertó en silencio aquella mañana, como si las paredes aún guardaran el eco de lo que Sofía había presenciado la noche anterior. Después de mucho tiempo había logrado dormir, y no volvió a permanecer sentada en la cama, con la bata apretada contra el cuerpo como si fuese su salvavidas.

Sin embargo, y a pesar de todo, aún recordaba a la perfección a Martina semidesnuda en el salón con su esposo, el sofá, las risas, y las manos de Nicolás aferradas a otra piel.

La imagen volvía una y otra vez, como un puñal que no dejaba de girar, siendo ella quien lo había visto todo, como siempre.

La rutina de la casa continuaba, se volvió indiferente, el personal comenzó a su mirada. Las copas habían empezado a lavarse, los pisos eran lustrados, y los relojes marcaban el paso de un tiempo que para Sofía ya no existía. Había quedado suspendida, como si su vida no le perteneciera.

Bajó a desayunar con el rostro pálido, con pequeñas ojeras y una serenidad artificial que asustaba.

—¿Señora Sofía, desea jugo de naranja o toronja? —preguntó la mucama.

Ella alzó la mirada, como si acabara de recordar que tenía voz.

—Agua —respondió—. Solo agua, por favor.

De Nicolás no supo nada, él no regresó esa noche, ni la siguiente. Cuando por fin lo hizo, dos días después, entró a la mansión como si nada; con su traje arrugado, camisa sin abotonar del todo, y olor a perfume de una mujer diferente a Martina.

Sofía lo vio desde el pasillo del segundo piso, no dijo una palabra, y él tampoco.

Se cruzaron como dos desconocidos en una estación vacía, pero la herida seguía supurando.

No obstante, supo que no debió bajar la guardia cuando otra humillación volvió a hacerse pública apenas una semana después, durante un evento benéfico. Nicolás llegó con Martina del brazo, otra vez. Ya no era un secreto, ni buscaban esconderlo.

Sofía fue la última en llegar vestida de azul medianoche, labios color vino, y la espalda perfectamente recta, como si nada en ella se hubiese quebrado, pero cada paso era una lucha contra sí misma.

Todos murmuraban, algunos observándola con lástima, y otros con esa compasión hipócrita que duele más que el desprecio.

Entre los invitados, de nuevo, estaba Adrián Varela, quien se acercó a ella con una sonrisa discreta.

—Es un gusto verla, señora Torres.

—Sofía —respondió ella, sorprendida de haberle dado su nombre tan fácilmente.

Adrián inclinó levemente la cabeza.

—Sofía.

Sus ojos se cruzaron apenas unos segundos. Fue suficiente para que ella sintiera que aún tenía nombre. Que no era solo “la esposa de”.

—Está hermosa esta noche —añadió él, sin ningún tono adulador. Lo dijo como una verdad.

—Gracias —susurró ella, sintiendo que el corazón se le aflojaba.

Durante la velada, Nicolás se emborrachó demasiado; Martina, siempre sonriente, no se despegaba de él, y en un momento, frente a todos, lo besó con descaro.

Nadie lo impidió, ni lo disimuló, solo que giraron hacía Sofía quien apretó las manos en los costados de su vestido para no temblar. Sin embargo, esta vez, Adrián la tomó del brazo con suavidad, y firmeza.

—¿Quiere que salgamos un momento? —le preguntó.

Ella asintió, sin decir palabra.

Caminaron por el jardín trasero, iluminado por faroles tenues y la música distante del evento.

—¿Por qué aguanta todo esto? —preguntó él, con un tono que no era de juicio, sino de interés genuino.

Sofía miró al frente, los rosales, los caminos de piedra, las estatuas blancas; todo parecía parte de una vida ajena.

—Porque lo amo —respondió al fin—. Aunque él no me vea, y me destroce cada día.

Adrián se detuvo.

—Él no la merece.

Ella sonrió con amargura.

—No se trata de merecer —murmuró—. El amor no es justo, tampoco es lógico, pero a veces, llega a ser cruel.

Él no respondió, solo permaneció junto a ella, a su lado, provocando que Sofía, por primera vez, sintiera que alguien le ofrecía un refugio, breve, silencioso, pero real.

Se miraron por un largo tiempo, hasta que decidieron volver adentro. Las emociones brotaban alrededor de ellos con una intimidad cómoda, que los hacía sentirse en paz con el otro.

Cuando la fiesta terminó, Nicolás había desaparecido y Sofía subió a su habitación sintiendo una paz que jamás experimentó desde que se casó.

Sin embargo, Nicolás volvió borracho, y no lo hizo solo.

Sofía lo escuchó desde la escalera, risas, pasos torpes, y el inconfundible sonido de los tacones que Martina usaba.

Subieron a la habitación de invitados, como si la casa les perteneciera por completo. Esa noche no disimularon, ni bajaron la voz.

Sofía se acostó en su cama, se tapó con la cobija, y escuchó el sonido de la puerta cerrándose; los murmullos, las palabras sucias, el gemido de ella; y el constante golpe del respaldo contra la pared.

No lloró, porque se había prometido ya no hacerlo.

Solo se quedó allí, respirando despacio, quieta como una estatua, y más sola, pero viva.

Al otro día, cuando ella bajó a desayunar, Nicolás había vuelto a desaparecer.

DOS DÍAS DESPUÉS

Nicolás apareció como si nada después de dos días.

—¿Qué? ¿Otra vez con esa cara de mártir? —le dijo al verla en la cocina.

Ella lo miró.

—No digas nada Nicolás, no cuando dormiste con ella en nuestra casa.

—¿Y?

Sofía bajó la mirada.

—¿Por qué me odias tanto?

Nicolás chasqueó la lengua.

—No te odio, simplemente no te amo. ¿Te cuesta tanto entenderlo?

Ella no respondió, pero algo se rompió dentro de ella, y confirmó que Nicolás ya no valía la pena.

~~~

Horas más tarde, en la biblioteca, Adrián volvió a aparecer, y esta vez con un libro en la mano.

—Sé que le gusta leer —le dijo, tendiéndoselo—. Es de mi colección personal.

Sofía tomó el libro con delicadeza. Se llamaba El amante japonés, una historia de amores imposibles.

Lo abrió con cuidado, y dentro, entre las páginas, encontró una nota escrita a mano:

“A veces el alma se reconstruye con los silencios que alguien desea compartir contigo.”

No había firma, pero ella supo de quién era, y muy en el fondo, algo la hizo respirar un poco más hondo.

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