El cielo amaneció pintado en tonos de lavanda cuando Catalina llegó al cementerio de Villa Rica. Las rejas de hierro forjado chirriaron al abrirse, anunciando su ingreso a la sección de mausoleos antiguos. Entre cipreses y estatuas de ángeles desgastados por el tiempo, la tumba de Helena Salgado se alzaba sencilla: una losa de mármol blanco con la inscripción «Madre, guerrera, eterna».
Catalina se arrodilló, colocando un ramo de gardenias (las favoritas de su madre) junto a las letras doradas. El roce de sus dedos sobre el frío mármol le trajo un torbellino de recuerdos: Helena enseñándole a montar en bicicleta, sus risas durante las tardes de té, la última noche en el hospital cuando la enfermedad de Pompe ganó la batalla.
—Hola, mamá —susurró, limpiando hojas secas de la lápida—. Perdón por no venir antes. La vida ha sido… complicada estos últimos meses.
Un colibrí se posó en el borde de un jarrón cercano, observándola con curiosidad. Catalina sacó una fotografía desgastada de s