El cielo estaba cubierto de nubes plomizas cuando Catalina salió de Sandoval Industries, escoltada por cuatro guardaespaldas que no le despegaron los ojos de encima. El viento arrancó su bufanda de seda, llevándola hacia la carretera donde un camión de basura pasó rugiendo. Antonio, a su lado, revisaba constantemente los alrededores con una mano en la pistola, preparado para cualquier percance que pudiera surgir de un momento a otro.
—El auto está a dos minutos —dijo, guiándola hacia una camioneta blindada—. Esteban quiere que regreses directo a la mansión.
Catalina se detuvo, sintiendo una punzada de inquietud en el pecho. El malecón estaba desierto para un viernes al mediodía, las olas rompiendo con furia inusual contra los rompeolas. Desde que salió de casa aquella mañana tuvo un mal presentimiento, pero prefirió ignorarlo y cumplir con sus obligaciones.
—Algo está mal —susurró, observando cómo los guardias formaban un círculo a su alrededor—. Esto es demasiado tranquilo.
Antoni