El conserje del gimnasio,Javier, ajustó su gorra con manos temblorosas. Estaba a punto de cometer una locura, pero honestamente no sabía que más hacer. La bolsa de plástico con pastillas y sobres de LSD pesaba como una roca en su bolsillo. Miró el pasillo vacío, asegurándose de que Antonio no estuviera cerca. “Perdóneme, señor Sepúlveda”, masculló al abrir el casillero con la llave maestra. Dejó caer la bolsa entre una toalla y unas zapatillas, sintiendo náuseas por sus acciones. El timbre de su celular lo hizo saltar y casi cae el aparato de sus manos.
—¿Listo? —la voz de Lorena era un crudo recordatorio de su situación.
—Sí… pero mi hija…
—Si cumples, nadie la tocará —cortó las palabras del hombre con brusquedad.
—Ya lo hice, señorita Ortíz—, acotó rápidamente. Nada más escuchar su respuesta Lorena colgó la llamada.
Javier se apoyó contra la pared, secándose el sudor de la frente, mientras la culpa lo devoraba por dentro. ¿Por qué se había dejado envolver por aquella mujer? Lo hiz