El aire en el despacho del gimnasio olía a madera pulida y café fresco. Antonio, liberado horas antes gracias a los contactos de los Montenegro, se reclinó en el sillón de cuero mientras frotaba sus muñecas adoloridas, aún marcadas por las esposas. Catalina no podía dejar de mirar esas líneas rojas, recordatorio tangible de la injusticia.
—No fue fácil —admitió Erick, desabrochándose el saco para sentarse frente a ellos—. Tuve que llamar a tres jueces, pero al final cedieron.
Catalina colocó su teléfono sobre el escritorio con un golpe seco. La pantalla mostraba la grabación de su encuentro con Lorena. Los dos hombres fijaron su mirada en la pantalla del teléfono, observando con total atención la grabación.
—No es suficiente con sacarlo. Ella debe pagar —dijo, pulsando "play". La voz de Lorena, afilada como un cuchillo, llenó la habitación: «¿Crees que puedes decidir eso? Eres una don nadie…». Aquella frase resonó en la oficina.
Erick escuchó sin pestañear, los nudillos blanquecinos