La mañana en el convento comenzó con un silencio inquietante. Desde la desaparición de Sor Judith, cada rincón parecía cargado de sospechas. Nadie mencionaba su nombre, pero todas la recordaban. Como si la ausencia pesara más que su presencia.
Dante observaba el claustro desde una de las ventanas altas, sin sotana, sin fingimientos. La fachada de sacerdote ya no era su escudo, no con Elena, ni con Sor Teresa, que ahora lo trataba con una mezcla de reserva y respeto. Aquel convento ya no era solo un escondite. Era una trampa. O un campo de batalla.
En la huerta, Jacinto murmuró algo al pasar junto a Teo, que aún caminaba con dificultad.
—La tierra está inquieta —dijo—. Cuando los animales dejan de cantar, algo malo se acerca.
Teo no respondió. Solo apretó el bastón que le ayudaba a mantenerse en pie.
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Esa misma mañana, Sor Teresa anunció una visita inusual.
—Los padres de Sor Elena han solicitado verla. He dado mi consentimiento.
Elena palideció. Su vida fuera del convento había queda