El día amaneció con un silencio espeso, como si los muros mismos contuvieran la respiración.
Sor Teresa reunió a todas las hermanas en el comedor. Su rostro era una máscara de serenidad, pero sus manos delataban el temblor.
—Desde el incidente en el almacén, hemos reforzado la vigilancia —anunció—. Pero necesitamos más que rezos. Necesitamos prudencia. Y silencio.
Las hermanas asintieron, algunas con fe, otras con miedo. Elena bajó la mirada, sintiendo que algo invisible las rodeaba, como una telaraña invisible.
Jacinto, firme junto a la puerta, observaba todo sin decir palabra. Teo, aún vendado, se esforzaba por mantenerse en pie, fiel a su puesto.
Pero lo que nadie notaba era que los ojos más peligrosos estaban dentro de esas paredes.
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Esa tarde, Dante inspeccionó el claustro. Caminaba como un sacerdote, pero sus ojos azules no perdían detalle. Las grietas en los muros, los rostros nerviosos, los susurros que cesaban cuando pasaba cerca.
Encontró a Sor Judith en la biblioteca.
—¿Bu