La medianoche llegó con una brisa espesa y pesada. Dante esperaba en los túneles, como había prometido. La vela en su mano proyectaba sombras irregulares en las paredes de piedra húmeda. Cada paso, cada crujido del suelo, resonaba como una amenaza.
Cuando Elena apareció, envuelta en su hábito, el rostro semicubierto, su expresión era de alguien que ya no temía… sino que buscaba.
—Estoy aquí —dijo en voz baja.
Dante asintió, sin tocarla.
—Te mereces saber la verdad.
Sacó un pequeño medallón de plata del bolsillo. Lo abrió. Dentro, una fotografía antigua: un niño de cabello oscuro, y a su lado, un hombre elegante de ojos gélidos, con la misma mirada que había perturbado a Sor Teresa días atrás.
—Ese hombre es Vittorio Caravaggio. Mi tío. Mi mentor… y quien ahora quiere matarme.
Elena no dijo nada, pero sus manos temblaban.
—Me crié en su casa —continuó Dante—. Aprendí el negocio familiar: lavado de dinero, extorsión, tráfico de armas. Para él, yo era su heredero. Hasta que empecé a hace