El silencio del hospital parecía eterno. Afuera, el amanecer apenas comenzaba a asomar con su luz tímida. Pero en la habitación donde María José yacía en estado inconsciente, el tiempo se desdibujaba. Su cuerpo reposaba inmóvil sobre la cama, pero en su mente se libraba una batalla que nadie más podía ver.
En su sueño, todo era luz.
Un vasto jardín blanco se extendía a su alrededor. Las margaritas se mecían con la brisa suave, y el cielo era de un azul tan puro que dolía. Un arco iris brillante se alzaba por encima, tocando la tierra como un puente entre lo divino y lo humano. Ella reía. Llevaba un vestido blanco vaporoso, y sus pies desnudos acariciaban la hierba fresca. Daba vueltas, girando una y otra vez bajo el arco iris, los brazos abiertos como alas. Su corazón se sentía libre, sin dolor. Sin miedo.
—Estoy feliz —dijo, como si alguien la escuchara.
Y alguien lo hizo.
Desde el horizonte, una figura caminaba con paso firme. Su rostro, familiar. Sus ojos, los de su infancia. Era s