Isaac apenas pudo parpadear. El corazón se le detuvo por un segundo, como si el tiempo entero se congelara junto a esa diminuta gota salada que acababa de resbalar por la mejilla de María José. Se quedó inmóvil, con los ojos desorbitados y el alma al borde del abismo. No fue su imaginación. Lo había visto. Una lágrima. Una lágrima real.
—¡Enfermera! —gritó de golpe, levantándose como impulsado por un resorte.
La puerta se abrió de inmediato. La enfermera que aún no se había ido volvió corriendo, seguida por dos médicos que estaban cerca del pasillo. Al ver el rostro de Isaac, pálido y agitado, supieron que algo estaba ocurriendo.
—¡Lloró! ¡Una lágrima le bajó por la mejilla! —exclamó, señalando a María José—. ¡Está sintiendo! ¡Está reaccionando!
Los médicos se acercaron con rapidez. Uno de ellos encendió una linterna y comenzó a revisar sus pupilas. Otro chequeaba los monitores, que aún se mantenían inestables tras el episodio anterior. La enfermera tomó la presión mientras otra conec