Gabriel se aferraba al cuello de Isaac como si temiera que, si lo soltaba, su pequeño mundo se viniera abajo. No decía nada, no hacía preguntas. Solo respiraba entrecortado, con ese temblor en el cuerpo que a veces no llega a ser llanto, pero que es aún más doloroso.
Isaac lo acunó contra su pecho, sentado ya en el sofá de la sala de Eliana, con José Manuel y Saluwn dándoles espacio, en silencio. Eliana, a lo lejos, se mantenía atenta, sin interrumpir. A veces los momentos de dolor necesitan una pausa, un susurro, no una palabra.
El niño estaba agotado. Tenía los ojos pesados, pero luchaba contra el sueño como si cerrar los párpados fuera abandonar una trinchera. Como si temiera que, si se dormía, todo lo que amaba desaparecería otra vez.
—Estoy aquí, mi amor —le murmuró Isaac, besándole la frente—. Papá está contigo, no me voy a ir.
Gabriel no respondió. Pero su pequeño cuerpo se fue relajando poco a poco, como una flor que se abre al calor del sol. Su respiración se hizo más profund