Isaac estaba confundido, tragó saliva. Aún no se movía. Sus pies parecían anclados al suelo, como si con cada segundo que pasaba se hundiera más en la culpa y el miedo. Miraba al frente, pero no veía nada. Sus pensamientos estaban atrapados en la imagen de María José, inmóvil sobre la camilla, con tubos que la mantenían con vida y un silencio que dolía más que cualquier grito. Sentía que si daba un paso fuera del hospital, estaría fallándole. Que, de alguna forma, su ausencia sería la diferencia entre que ella viviera o no. Como si su presencia fuera un ancla, como si su amor pudiese mantenerla luchando. Pero a la vez, sabía que debía ver a su hijo, que Gabriel también sufría y lo necesitaba. Y eso lo rompía aún más.
—Yo la vi… —susurró—. La vi allí, inconsciente, conectada a mil cosas. Su piel estaba tan pálida… parecía que ya no estaba. Nunca había sentido tanto miedo, Eliana. Ni cuando enterré a mi padre… Ni cuando Gabriel se enfermó. Este miedo me paraliza.
Eliana se colocó frente